Hola a todos!!
He creado un nuevo blog, parecido a este, sólo que en el nuevo colgaré mis experiencias y mis pensamientos cotidianos, mientras que en éste colgaré relatos e historias. Decidí abrirlo a raíz de mi inminente viaje a Londres, ya que necesitaré un diario para contar todas mis experiencias allí!
Muchas gracias a todos aquellos a los que les haya gustado este blog!
Pongo la dirección de nuevo:
http://diariodelasparanoias.blogspot.com
Gracias!
miércoles, 21 de julio de 2010
domingo, 2 de mayo de 2010
Tercera parte
Sangre y veneno
Como en Camulodunum, los britanos no se quedaron mucho tiempo en Londinium, disfrutando de su triunfo. Tras desahogar su rabia contra los ciudadanos romanos y reducir Londinium a tristes y frías cenizas, siguieron su camino, sembrando la destrucción y el dolor por cada tierra que pasaban. Múltiples aldeas cayeron bajo su poder, siendo arrasadas sin compasión ni piedad. Boudica era implacable: nadie debía quedar con vida tras su paso, ni siquiera los animales de trabajo. Todo debía ser destruido y aniquilado.
La siguiente ciudad con la que se encontraron, Verulanium, corrió la misma suerte que las otras dos, y Suetonio Paulino tampoco pudo llegar a tiempo. El gobernador, frustrado, hizo llamar a diferentes legiones para hacer frente al ejército rebelde, con la esperanza de eliminarlo de una vez por todas. A su llamada acudieron la IX Augusta, la XIV Germana, la XX Valeria Victroix y una serie de auxiliares que engrosaron las filas de su ejército, pero que no llegaban ni de lejos a igualar a las tropas britanas en número, aunque sí en experiencia, habilidad y organización. Por ello, Suetonio Paulino decidió presentar batalla. Desde la masacrada Verulanium, adelantaron al ejército de Boudica y esperaron su llegada en el terreno elegido para la batalla: un desfiladero con paredes en terraza en los flancos, con una pendiente descendente ante el ejército romano y un espeso bosque tras él, impidiendo su huida en el caso de que todo saliera mal pero imposibilitando que los britanos los atacaran por la espalda y a traición.
Boudica no se esperaba encontrar un ejército de tal magnitud impidiendo su paso por el desfiladero, pero eso no la amedrentó, a pesar del imponente aspecto que presentaban los legionarios con sus cascos y armas brillando a la luz del mustio sol del otoño. Boudica detuvo su carro de combate, observó un momento la formidable hueste enemiga que tenía delante y gritó a los hombres y mujeres que conformaban la suya:
- ¡Ganaremos esta batalla o moriremos! Eso es lo que yo, que soy mujer, me propongo hacer ¡que los hombres vivan esclavos si lo desean!
Y con un alarido se lanzó en dirección a los romanos, seguida de varias mujeres icenas que gritaban y reían al mismo tiempo. Todo el ejército britano las siguió dos segundos después, enarbolando sus espadas y sus hachas con primitivo júbilo, convencidos de que la victoria también sería suya en esa ocasión.
Suetonio actuó rápido. Al ver como los bárbaros se les echaban encima, mandó a la infantería ligera, respaldada por la infantería pesada, que avanzara en cuña hacia el enemigo con las lanzas colocadas en posición horizontal. Los britanos chocaron de lleno contra aquella muralla impávida, y muchos de ellos quedaron ensartados en las lanzas romanas mientras otros morían bajo el filo de las gladius, que salían rápidas de entre los escudos, apenas rayos acerados que buscaban los cuerpos desprotegidos de los rebeldes, para luego esconderse de nuevo convertidos en filos manchados de escarlata. El ambiente no tardó en impregnarse con el olor dulzón de la sangre y con los lamentos y los alaridos de los heridos y los agonizantes.
Los britanos, confundidos ante aquella defensa convertida en embestida, intentaron reagruparse, pero en ese momento Suetonio dio la orden de ataque a la caballería, cuyos corceles machacaron todo lo que se puso bajo sus poderosos cascos mientras las espadas de los jinetes no dejaban de atravesar a los confundidos y aterrorizados rebeldes. La cuña de la infantería ligera, sin embargo, siguió avanzando hasta llegar a los carros de combate, donde se encontraban los niños, los ancianos y todo aquel que era demasiado débil para combatir; y los masacraron, hundiendo el ánimo de los britanos.
Éstos, humillados y a punto de ser liquidados, emprendieron la huida perseguidos por los legionarios romanos. Boudica fue una de las últimas en emprender la retirada: al ver como su gente era atravesada sin piedad por las gladius, y como sus cuerpos cubrían en su mayoría el desfiladero como si de una macabra alfombra se tratara, se rindió a la derrota y abandonó el campo de batalla corriendo y acompañada de sus hijas, con los ojos arrasados en lágrimas al ver a sus congéneres, a su pueblo, caídos a los pies de Roma.
Habían perdido, sí, pero no permitiría que los romanos la volvieran a coger…y la volvieran a humillar, y convirtieran su muerte en un espectáculo público, como seguramente hicieran. No, no estaba dispuesta a ello. Mientras se alejaba lo más deprisa que podía, Boudica tomó una decisión, y tomando la dirección opuesta al ejército de Suetonio, se internó en un bosque cercano. Junto a sus hijas, siguió un angosto sendero casi cubierto por la maleza que lo rodeaba pero que, estaba segura, llegaba al corazón del bosque. Detrás de ellas, a una considerable distancia, Boudica podía oír los gritos de los romanos, que perseguían a los britanos fugados, ávidos de más sangre. La reina icena aceleró el paso: no permitiría que la cogieran, y menos a sus hijas.
Las muchachas preguntaron, inquietas, el lugar de su destino, a lo que su madre respondió:
- Volvemos al seno de los dioses.
Las niñas parecieron comprender, porque no volvieron a decir palabra. Después de unos minutos atravesando el bosque, llegaron a un pequeño claro iluminado por la tenue luz del otoño. Allí, Boudica se arrodilló y sacó de los pliegues de sus ropas un pequeño odre de cuero de un color muy oscuro, aunque manchado por la sangre de sus enemigos. Antes de que pudiera decir nada, las tres oyeron los gritos de los romanos aún más cerca de ellas, por lo que la reina se apresuró a hablar:
- Si queréis ser libres, bebed esto. Bebed y luego reíd cuando penséis en la rabia que Roma sentirá cuando descubra que por fin conseguimos la libertad.
Sin dudar, la mayor de las muchachas cogió el odre y se lo llevó a los labios para luego pasárselo a su hermana. Cuando ambas terminaron y se lo pasaron a su madre, Boudica sonrió todo lo que le permitieron las heridas que le habían producido en la lucha, y bebió: el líquido amargo le abrasó la lengua y la garganta, produciéndole un dolor agudo al llegar al estómago. Las muchachas tosieron y cayeron al suelo junto a ella, llevándose las manos al vientre. Fueron unos minutos angustiosos en los que las tres sufrieron intensos dolores en distintas partes del cuerpo, pero finalmente un insoportable sopor se fue adueñando de sus mentes. Las niñas fueron las primeras en caer inconscientes sobre la hierba, pero Boudica pudo aguantar lo bastante como para distinguir las borrosas siluetas de los legionarios entre la maleza. Luego, cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Su corazón comenzó a latir desenfrenadamente, como si se negara a abandonar la vida, pero el veneno no tardó en surtir efecto también en él: con un último y angustioso latido, tan débil y tenue que apenas se sintió, el corazón de Boudica dejó de latir, asfixiado por la ponzoña que la reina había vertido en él…o puede que por el dolor padecido al ver a su pueblo muerto, rendido a los pies de sus enemigos.
De una manera u otra, aquel fue el final de la gran reina icena. Al poco tiempo, los soldados romanos la encontraron tendida en el prado junto a sus hijas, con el semblante teñido con el color preferido de la muerte: el blanco, que contrastaba con el vivo color de su melena bermeja. Sus labios pálidos aún dibujaban una suave sonrisa y sus manos seguían aferrando su espada manchada de sangre, como si en cualquier momento fuera a levantarse y plantar de nuevo cara a los romanos. Como si de un momento a otro, sus fieros ojos oscuros volvieran a abrirse a la vida, una vida desgraciada y llena de sangre, plagada de sufrimientos y agonías, pero que pasaría a la historia como la perteneciente a una de las más grandes heroínas de Inglaterra: la gran líder britana, la primera reina Victoria, Boudica.
Sangre y veneno
Como en Camulodunum, los britanos no se quedaron mucho tiempo en Londinium, disfrutando de su triunfo. Tras desahogar su rabia contra los ciudadanos romanos y reducir Londinium a tristes y frías cenizas, siguieron su camino, sembrando la destrucción y el dolor por cada tierra que pasaban. Múltiples aldeas cayeron bajo su poder, siendo arrasadas sin compasión ni piedad. Boudica era implacable: nadie debía quedar con vida tras su paso, ni siquiera los animales de trabajo. Todo debía ser destruido y aniquilado.
La siguiente ciudad con la que se encontraron, Verulanium, corrió la misma suerte que las otras dos, y Suetonio Paulino tampoco pudo llegar a tiempo. El gobernador, frustrado, hizo llamar a diferentes legiones para hacer frente al ejército rebelde, con la esperanza de eliminarlo de una vez por todas. A su llamada acudieron la IX Augusta, la XIV Germana, la XX Valeria Victroix y una serie de auxiliares que engrosaron las filas de su ejército, pero que no llegaban ni de lejos a igualar a las tropas britanas en número, aunque sí en experiencia, habilidad y organización. Por ello, Suetonio Paulino decidió presentar batalla. Desde la masacrada Verulanium, adelantaron al ejército de Boudica y esperaron su llegada en el terreno elegido para la batalla: un desfiladero con paredes en terraza en los flancos, con una pendiente descendente ante el ejército romano y un espeso bosque tras él, impidiendo su huida en el caso de que todo saliera mal pero imposibilitando que los britanos los atacaran por la espalda y a traición.
Boudica no se esperaba encontrar un ejército de tal magnitud impidiendo su paso por el desfiladero, pero eso no la amedrentó, a pesar del imponente aspecto que presentaban los legionarios con sus cascos y armas brillando a la luz del mustio sol del otoño. Boudica detuvo su carro de combate, observó un momento la formidable hueste enemiga que tenía delante y gritó a los hombres y mujeres que conformaban la suya:
- ¡Ganaremos esta batalla o moriremos! Eso es lo que yo, que soy mujer, me propongo hacer ¡que los hombres vivan esclavos si lo desean!
Y con un alarido se lanzó en dirección a los romanos, seguida de varias mujeres icenas que gritaban y reían al mismo tiempo. Todo el ejército britano las siguió dos segundos después, enarbolando sus espadas y sus hachas con primitivo júbilo, convencidos de que la victoria también sería suya en esa ocasión.
Suetonio actuó rápido. Al ver como los bárbaros se les echaban encima, mandó a la infantería ligera, respaldada por la infantería pesada, que avanzara en cuña hacia el enemigo con las lanzas colocadas en posición horizontal. Los britanos chocaron de lleno contra aquella muralla impávida, y muchos de ellos quedaron ensartados en las lanzas romanas mientras otros morían bajo el filo de las gladius, que salían rápidas de entre los escudos, apenas rayos acerados que buscaban los cuerpos desprotegidos de los rebeldes, para luego esconderse de nuevo convertidos en filos manchados de escarlata. El ambiente no tardó en impregnarse con el olor dulzón de la sangre y con los lamentos y los alaridos de los heridos y los agonizantes.
Los britanos, confundidos ante aquella defensa convertida en embestida, intentaron reagruparse, pero en ese momento Suetonio dio la orden de ataque a la caballería, cuyos corceles machacaron todo lo que se puso bajo sus poderosos cascos mientras las espadas de los jinetes no dejaban de atravesar a los confundidos y aterrorizados rebeldes. La cuña de la infantería ligera, sin embargo, siguió avanzando hasta llegar a los carros de combate, donde se encontraban los niños, los ancianos y todo aquel que era demasiado débil para combatir; y los masacraron, hundiendo el ánimo de los britanos.
Éstos, humillados y a punto de ser liquidados, emprendieron la huida perseguidos por los legionarios romanos. Boudica fue una de las últimas en emprender la retirada: al ver como su gente era atravesada sin piedad por las gladius, y como sus cuerpos cubrían en su mayoría el desfiladero como si de una macabra alfombra se tratara, se rindió a la derrota y abandonó el campo de batalla corriendo y acompañada de sus hijas, con los ojos arrasados en lágrimas al ver a sus congéneres, a su pueblo, caídos a los pies de Roma.
Habían perdido, sí, pero no permitiría que los romanos la volvieran a coger…y la volvieran a humillar, y convirtieran su muerte en un espectáculo público, como seguramente hicieran. No, no estaba dispuesta a ello. Mientras se alejaba lo más deprisa que podía, Boudica tomó una decisión, y tomando la dirección opuesta al ejército de Suetonio, se internó en un bosque cercano. Junto a sus hijas, siguió un angosto sendero casi cubierto por la maleza que lo rodeaba pero que, estaba segura, llegaba al corazón del bosque. Detrás de ellas, a una considerable distancia, Boudica podía oír los gritos de los romanos, que perseguían a los britanos fugados, ávidos de más sangre. La reina icena aceleró el paso: no permitiría que la cogieran, y menos a sus hijas.
Las muchachas preguntaron, inquietas, el lugar de su destino, a lo que su madre respondió:
- Volvemos al seno de los dioses.
Las niñas parecieron comprender, porque no volvieron a decir palabra. Después de unos minutos atravesando el bosque, llegaron a un pequeño claro iluminado por la tenue luz del otoño. Allí, Boudica se arrodilló y sacó de los pliegues de sus ropas un pequeño odre de cuero de un color muy oscuro, aunque manchado por la sangre de sus enemigos. Antes de que pudiera decir nada, las tres oyeron los gritos de los romanos aún más cerca de ellas, por lo que la reina se apresuró a hablar:
- Si queréis ser libres, bebed esto. Bebed y luego reíd cuando penséis en la rabia que Roma sentirá cuando descubra que por fin conseguimos la libertad.
Sin dudar, la mayor de las muchachas cogió el odre y se lo llevó a los labios para luego pasárselo a su hermana. Cuando ambas terminaron y se lo pasaron a su madre, Boudica sonrió todo lo que le permitieron las heridas que le habían producido en la lucha, y bebió: el líquido amargo le abrasó la lengua y la garganta, produciéndole un dolor agudo al llegar al estómago. Las muchachas tosieron y cayeron al suelo junto a ella, llevándose las manos al vientre. Fueron unos minutos angustiosos en los que las tres sufrieron intensos dolores en distintas partes del cuerpo, pero finalmente un insoportable sopor se fue adueñando de sus mentes. Las niñas fueron las primeras en caer inconscientes sobre la hierba, pero Boudica pudo aguantar lo bastante como para distinguir las borrosas siluetas de los legionarios entre la maleza. Luego, cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Su corazón comenzó a latir desenfrenadamente, como si se negara a abandonar la vida, pero el veneno no tardó en surtir efecto también en él: con un último y angustioso latido, tan débil y tenue que apenas se sintió, el corazón de Boudica dejó de latir, asfixiado por la ponzoña que la reina había vertido en él…o puede que por el dolor padecido al ver a su pueblo muerto, rendido a los pies de sus enemigos.
De una manera u otra, aquel fue el final de la gran reina icena. Al poco tiempo, los soldados romanos la encontraron tendida en el prado junto a sus hijas, con el semblante teñido con el color preferido de la muerte: el blanco, que contrastaba con el vivo color de su melena bermeja. Sus labios pálidos aún dibujaban una suave sonrisa y sus manos seguían aferrando su espada manchada de sangre, como si en cualquier momento fuera a levantarse y plantar de nuevo cara a los romanos. Como si de un momento a otro, sus fieros ojos oscuros volvieran a abrirse a la vida, una vida desgraciada y llena de sangre, plagada de sufrimientos y agonías, pero que pasaría a la historia como la perteneciente a una de las más grandes heroínas de Inglaterra: la gran líder britana, la primera reina Victoria, Boudica.
lunes, 26 de abril de 2010
Boudica. Segunda parte.
Segunda parte
El precio de la libertad
Un frío glacial recorría la explanada en la que se erguía la ciudad de Camulodunum, antigua capital de Trinovantia conquistada por los romanos, que se encontraba amparada en la oscuridad de la noche. Una gruesa capa de nubes negras cubría el cielo nocturno, y solo las antorchas que coronaban la empalizada salpicaban de luz el paisaje preñado de sombras, en las que miles de ojos sedientos de sangre se refugiaban a la espera del momento adecuado para atacar.
Sobre la empalizada que rodeaba la ciudad solo había unos pocos guardias vigilando la pradera, medio helados de frío. Entre ellos se encontraba Elio, un joven romano llegado a esas tierras hacía pocas semanas. Se encontraba de pie en la empalizada, escrutando la oscuridad, helado hasta el tétano de los huesos y maldiciendo entre dientes a sus superiores, amargado por la perspectiva de pasar allí toda la noche a merced del frío… y quien sabe si de la lluvia también. Estaba muerto de sueño, y el frío no hacía más que acrecentar esa sensación. Sus manos, rígidas y casi insensibles a causa del aire glacial, se aferraban con resignación a la lanza que portaban.
El joven dio un violento cabezazo, adormilado, pero se volvió a erguir inmediatamente, malhumorado ¡Qué no daría él por volver a las cálidas tierras de Hispania, de donde procedía! Odiaba Britania: aborrecía las lluvias que plagaban esos territorios medio abandonados y el frío que siempre parecía gobernarlos, y no aguantaba a aquellos salvajes britanos que poblaban las tierras conquistadas, con sus rostros duros y toscos y sus cabellos enmarañados y sucios. Elio ansiaba poder abandonar pronto Britania, ser destinado a un lugar más cálido y civilizado, si no Hispania, tal vez Grecia o Egipto, cualquier sitio más caluroso que aquellas húmedas tierras del norte.
El romano se cubrió más con la capa, congelado, y se concentró en mantener los ojos bien abiertos, resignado a pasar esa noche solo, helado y somnoliento.
No habían pasado más de dos minutos después de aquellos pensamientos, cuando sus ojos irritados por el sueño captaron un movimiento en la oscuridad. Elio se concentró en las sombras, alertado, pero aquello no volvió a repetirse. Considerando la posibilidad de que el sueño le estuviera jugando una mala pasada, el joven suspiró y volvió a concentrarse en la dura lucha de no quedarse dormido de pie.
A causa de su atontamiento, Elio no se percató de los silenciosos movimientos que realizaban tras ellos algunos de los habitantes de la ciudad, quienes se dedicaron a debilitar los puntos defensivos de Camulodunum ante la llegada del ejército rebelde, aquel que los liberaría de los romanos, los invasores que los maltrataban y humillaban. Así pues, los vecinos de la ciudad facilitaron la entrada de los britanos, y no solo saboteando las defensas romanas.
Elio no había podido vencer en su lucha contra el sueño, y ya tenía los ojos entornados y la mente adormilada, a punto de rendirse al cansancio. Por ello, no se dio cuenta de los suaves pasos que se deslizaban hacia su posición, silenciosos y calculados. El joven, ajeno al peligro, bostezó mientras un estremecimiento de frío sacudía su cuerpo y una maldición salía de sus labios.
Fue entonces cuando una mano le tapó la boca y un puñal centelleó ante sus ojos, iluminado el filo por la luz anaranjada de las antorchas. De un rápido y silencioso tajo, le seccionaron el cuello, y luego le dejaron caer al suelo como un fardo inútil y sin valor. Ahogándose en su propia sangre, Elio aún llegó a oír los salvajes gritos que prorrumpió de repente el enemigo al entrar en Camulodunum.
Luego todo se sumió en un eterno silencio.
Habían vencido. Camulodunum era suya.
Boudica y sus hombres celebraron la victoria con agudos alaridos de triunfo cuando el último legionario romano cayó a los pies de la reina icena, con el corazón atravesado por su afilada espada. Doscientas mil gargantas profirieron una salva de gritos que retumbaron en las calles desiertas de la ciudad conquistada, alabando a Boudica y a la diosa Andraste, que había cumplido su promesa de otorgarles el triunfo ante los romanos.
Había sido fácil conquistar la ciudad. Gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Camulodunum habían entrado sin grandes problemas. La pobre oposición de las huestes de Roma, afincadas en la antigua capital de Trinovantia, no había sido difícil de repeler dada la gran ventaja numérica de los insurrectos, y su ferocidad y rabia en la lucha. La disciplina y la organización romanas no habían servido de mucho en el momento en el que el alud britano se echó sobre Camulodunum con la furia de un huracán, arrasando todo a su paso. Las bajas de Roma en el combate se contaban por cientos, mientras que las de Boudica eran mínimas.
Sin embargo, a pesar de la fuerza con la que las huestes de Boudica arrasaron la ciudad, unos cuantos romanos, la mayoría soldados, lograron encerrarse en el templo dedicado a Claudio que se erguía en el centro de la urbe. Dos días aguantaron los legionarios la embestida de los insurgentes, pero finalmente cayeron bajo las espadas y las mazas celtas sin que hubiera ningún superviviente de la matanza.
Con motivo de la victoria, los britanos se prestaron al saqueo de la ciudad con primitiva alegría. Los objetos de más valor fueron puestos a los pies de Boudica y de los otros líderes tribales, mientras que todos los habitantes de Camulodunum – excepto aquellos que habían participado en el saboteo de las defensas – fueron pasados a cuchillo sin hacer distinciones entre hombres, mujeres o niños. La mayoría de los vecinos de la ciudad eran de origen britano y por ello fueron afortunados y murieron de un certero y rápido tajo en el cuello, pero los que eran oriundos de Roma tuvieron una muerte lenta y agónica: todos los que no murieron en el combate fueron asesinados por los rebeldes mediante suplicios tan atroces como la horca o el empalamiento. Boudica no quería prisioneros, y lo demostró castigando a los ciudadanos romanos con violentas y letales torturas. Incluso los animales fueron sacrificados para que no pudieran servir ya para nada.
Camulodunum se convirtió de la noche a la mañana en una ciudad abandonada, vacía y muerta, cubierta de la sangre derramada por aquellos que clamaban a gritos su venganza, que, poco a poco, parecían ver cumplida en el horizonte.
Unos días después de la matanza de Camulodunum, las tropas britanas abandonaron aquella ciudad desierta de vida para seguir su camino hacia el sur, en dirección a Londinium…
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Arrasaron todo a su paso. Aldeas, campos, casas patricias…todo fue devorado por las huestes de Boudica, que avanzaban inexorablemente hacia la capital romana en Britania, Londinium. Y todo el que tuvo la mala suerte de encontrarse en su camino fue borrado del mapa sin perdón posible, fuese romano o britano, pues ya daba igual. Y eso incluyó también a la Legión IX, la hispana, que había acudido en ayuda de Camulodunum aún a pesar de ser ya demasiado tarde. Los legionarios, a pesar de ser avezados guerreros curtidos en cientos de batallas, no pudieron hacer nada contra la horda britana que cayó sobre ellos por sorpresa, acometiéndoles sin piedad. Dos mil quinientos soldados fueron exterminados bajo la salvaje habilidad de los guerreros de Boudica, cuya seguridad en sí mismos fue aumentado a medida que las brutales victorias se sucedían.
Boudica se sentía satisfecha. Tanto derramamiento de sangre colmaba las ansias de venganza que sentía desde que la azotaran y violaran a sus hijas. En el combate, llevada por una primitiva y excitante sensación de alegría, ella era la primera en desenvainar la espada y la última en guardarla, bailando durante ese tiempo entre sus enemigos, con su acero dibujando feroces aunque arcaicas fintas a su alrededor.
Pronto, los romanos no tendrían más opción que abandonar Britania o ser pasados a cuchillo por los icenos. La estela de muertos que cubría los caminos por los que pasaba la horda britana no hacía presagiar otra posibilidad que rendirse… o morir. O al menos eso pensaba Boudica, cuyo corazón comenzó a abrigar la esperanza de reconquistar Britania, de ser libres de nuevo…de no padecer ya más miedo y dolor.
La libertad, esa necesidad que durante tanto tiempo les había sido negada, estaba ahora al alcance de la mano…
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La débil y amarillenta luz del sol se asomó tímidamente al mundo después de una larga noche de frío y oscuridad. Los tenues haces dorados tiñeron las nubes que encapotaban el cielo de un suave matiz áureo, así como los campos verdes y los bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Londinium. El cielo que se distinguía en el horizonte se tornó de suaves tonos anaranjados, rosáceos y añiles, que destacaban bajo las nubes grises que cubrían la bóveda celeste de Britania. El bello espectáculo de colores se difuminó lentamente cuando el sol se elevó lo suficiente para ser tapado por los nubarrones, tornándose el paisaje de un mustio color gris, triste y frío.
Al mismo tiempo que el sol se escondía, el ejército de Boudica apareció en el horizonte, feroz y temible. Inexorablemente, los britanos cubrieron la distancia que los separaba de su destino alzando al cielo salvajes gritos que reflejaban toda su furia y su emoción ante la inminente batalla. Los pocos rayos de sol que se dejaban ver de vez en cuando entre las nubes arrancaban destellos acerados de las armas de los rebeldes e iluminaban sus feroces rostros pintados de azul. En su carro de combate, Boudica encabezaba a su hueste con la espada en alto, sin amedrentarse por la legión de soldados que empezó a rodear Londinium en un desesperado intento de protegerla de la furia de aquellos salvajes britanos que tanto daño habían causado hasta el momento. Boudica alzó un fiero alarido, y doscientas mil gargantas lo corearon, haciendo temblar Londinium. Los soldados romanos no se movieron de sus posiciones, pero todos creyeron ver en aquella mujer de larga melena bermeja a la muerte en persona, de pie en su carro de combate, con su espada ávida de sangre alzada ante ella y su piel pálida cubierta por aquella extraña pintura azulada.
Y cuando el ejército britano rompió a correr hacia la ciudad, sin ningún tipo de organización ni disciplina, y sin seguir ninguna estrategia, los legionarios no pudieron hacer más que esperar el encuentro, contemplando horrorizados como aquella multitudinaria hueste se echaba sobre ellos. Los soldados romanos, protegidos tras sus escudos, colocaron las lanzas en posición horizontal antes de que los britanos los alcanzasen.
Y el choque fue brutal. Los britanos que iban en primera fila cayeron atravesados por las lanzas romanas, pero el resto del ejército arrolló a los legionarios debido a la fuerza de la embestida, proporcionada por su superioridad numérica. Los romanos fueron aniquilados sin grandes problemas, lo que dejó a Londinium prácticamente desprotegida en garras de los britanos, que no tardaron en entrar a sangre y fuego en la ciudad.
A poca distancia del lugar donde se estaba cometiendo la masacre, el gobernador romano Cayo Suetonio Paulino contemplaba como densas columnas de humo se elevaban de Londinium, mezclándose con las nubes grises que oscurecían el cielo. A sus espaldas, cientos de hombres miraban con el rostro impertérrito lo mismo que él mientras la suave brisa matinal les traía los gritos y los lamentos provenientes de Londinium, que en esos momentos estaba siendo arrasada por los insurrectos britanos. El humo formó una cúpula negra sobre la ciudad y, lentamente, fue desplazándose hacia los romanos, llevándoles el penetrante olor a ceniza y el dulzón efluvio de la muerte.
El gobernador entornó los ojos un momento al recordar su llegada a Londinium. Él y sus hombres se habían dado toda la prisa que habían podido por llegar ante la orden que había recibido del procurador Cato Deciano, residente en Londinium, que exigía su ayuda y protección ante la inminente llegada de la tropa bárbara. Y lograron alcanzar la ciudad, pero cuando ya era demasiado tarde: el procurador Deciano había abandonado la ciudad el día anterior y había cogido un barco hacia la Galia, convencido de que no había nada que hacer contra el ejército britano y dejando a los habitantes de Londinium abandonados a su suerte. Suetonio Paulino se percató nada más llegar que la ciudad era una presa fácil para los britanos: no tenía ningún tipo de fortificación y apenas estaba preparada para la defensa militar. Por ello el gobernador optó por hacer lo mismo que Cato Deciano: abandonó la ciudad ante la imposibilidad de defenderla, a pesar de las reclamaciones de sus habitantes, que en ese preciso momento morían a cientos bajo las espadas de los rebeldes.
Ahora, Suetonio y sus hombres observaban las llamas que comenzaban a vislumbrarse entre el humo negro y que no tardaría en consumir Londinium bajo su ardiente manto. Los britanos comenzaron a salir de la ciudad en llamas, llevando consigo objetos de valor y prisioneros: hombres, mujeres y niños que empezaron a agrupar en la ladera de una colina, tratándoles con brutalidad y matando a todo aquel que se rebelaba ante las palizas. Suetonio sabía que el resto no sobreviviría a aquella noche, y si alguno lo hacía, solo sería para aumentar y alargar su sufrimiento.
El gobernador sacudió la cabeza, hizo volver grupas a su caballo y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de nuevo. Ahora su misión era adelantarse a los britanos en su siguiente objetivo.
Por Londinium ya nada se podía hacer, pues antes de que el sol se escondiera en el horizonte no sería más que un montón de cenizas humeantes teñidas de sangre.
El precio de la libertad
Un frío glacial recorría la explanada en la que se erguía la ciudad de Camulodunum, antigua capital de Trinovantia conquistada por los romanos, que se encontraba amparada en la oscuridad de la noche. Una gruesa capa de nubes negras cubría el cielo nocturno, y solo las antorchas que coronaban la empalizada salpicaban de luz el paisaje preñado de sombras, en las que miles de ojos sedientos de sangre se refugiaban a la espera del momento adecuado para atacar.
Sobre la empalizada que rodeaba la ciudad solo había unos pocos guardias vigilando la pradera, medio helados de frío. Entre ellos se encontraba Elio, un joven romano llegado a esas tierras hacía pocas semanas. Se encontraba de pie en la empalizada, escrutando la oscuridad, helado hasta el tétano de los huesos y maldiciendo entre dientes a sus superiores, amargado por la perspectiva de pasar allí toda la noche a merced del frío… y quien sabe si de la lluvia también. Estaba muerto de sueño, y el frío no hacía más que acrecentar esa sensación. Sus manos, rígidas y casi insensibles a causa del aire glacial, se aferraban con resignación a la lanza que portaban.
El joven dio un violento cabezazo, adormilado, pero se volvió a erguir inmediatamente, malhumorado ¡Qué no daría él por volver a las cálidas tierras de Hispania, de donde procedía! Odiaba Britania: aborrecía las lluvias que plagaban esos territorios medio abandonados y el frío que siempre parecía gobernarlos, y no aguantaba a aquellos salvajes britanos que poblaban las tierras conquistadas, con sus rostros duros y toscos y sus cabellos enmarañados y sucios. Elio ansiaba poder abandonar pronto Britania, ser destinado a un lugar más cálido y civilizado, si no Hispania, tal vez Grecia o Egipto, cualquier sitio más caluroso que aquellas húmedas tierras del norte.
El romano se cubrió más con la capa, congelado, y se concentró en mantener los ojos bien abiertos, resignado a pasar esa noche solo, helado y somnoliento.
No habían pasado más de dos minutos después de aquellos pensamientos, cuando sus ojos irritados por el sueño captaron un movimiento en la oscuridad. Elio se concentró en las sombras, alertado, pero aquello no volvió a repetirse. Considerando la posibilidad de que el sueño le estuviera jugando una mala pasada, el joven suspiró y volvió a concentrarse en la dura lucha de no quedarse dormido de pie.
A causa de su atontamiento, Elio no se percató de los silenciosos movimientos que realizaban tras ellos algunos de los habitantes de la ciudad, quienes se dedicaron a debilitar los puntos defensivos de Camulodunum ante la llegada del ejército rebelde, aquel que los liberaría de los romanos, los invasores que los maltrataban y humillaban. Así pues, los vecinos de la ciudad facilitaron la entrada de los britanos, y no solo saboteando las defensas romanas.
Elio no había podido vencer en su lucha contra el sueño, y ya tenía los ojos entornados y la mente adormilada, a punto de rendirse al cansancio. Por ello, no se dio cuenta de los suaves pasos que se deslizaban hacia su posición, silenciosos y calculados. El joven, ajeno al peligro, bostezó mientras un estremecimiento de frío sacudía su cuerpo y una maldición salía de sus labios.
Fue entonces cuando una mano le tapó la boca y un puñal centelleó ante sus ojos, iluminado el filo por la luz anaranjada de las antorchas. De un rápido y silencioso tajo, le seccionaron el cuello, y luego le dejaron caer al suelo como un fardo inútil y sin valor. Ahogándose en su propia sangre, Elio aún llegó a oír los salvajes gritos que prorrumpió de repente el enemigo al entrar en Camulodunum.
Luego todo se sumió en un eterno silencio.
Habían vencido. Camulodunum era suya.
Boudica y sus hombres celebraron la victoria con agudos alaridos de triunfo cuando el último legionario romano cayó a los pies de la reina icena, con el corazón atravesado por su afilada espada. Doscientas mil gargantas profirieron una salva de gritos que retumbaron en las calles desiertas de la ciudad conquistada, alabando a Boudica y a la diosa Andraste, que había cumplido su promesa de otorgarles el triunfo ante los romanos.
Había sido fácil conquistar la ciudad. Gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Camulodunum habían entrado sin grandes problemas. La pobre oposición de las huestes de Roma, afincadas en la antigua capital de Trinovantia, no había sido difícil de repeler dada la gran ventaja numérica de los insurrectos, y su ferocidad y rabia en la lucha. La disciplina y la organización romanas no habían servido de mucho en el momento en el que el alud britano se echó sobre Camulodunum con la furia de un huracán, arrasando todo a su paso. Las bajas de Roma en el combate se contaban por cientos, mientras que las de Boudica eran mínimas.
Sin embargo, a pesar de la fuerza con la que las huestes de Boudica arrasaron la ciudad, unos cuantos romanos, la mayoría soldados, lograron encerrarse en el templo dedicado a Claudio que se erguía en el centro de la urbe. Dos días aguantaron los legionarios la embestida de los insurgentes, pero finalmente cayeron bajo las espadas y las mazas celtas sin que hubiera ningún superviviente de la matanza.
Con motivo de la victoria, los britanos se prestaron al saqueo de la ciudad con primitiva alegría. Los objetos de más valor fueron puestos a los pies de Boudica y de los otros líderes tribales, mientras que todos los habitantes de Camulodunum – excepto aquellos que habían participado en el saboteo de las defensas – fueron pasados a cuchillo sin hacer distinciones entre hombres, mujeres o niños. La mayoría de los vecinos de la ciudad eran de origen britano y por ello fueron afortunados y murieron de un certero y rápido tajo en el cuello, pero los que eran oriundos de Roma tuvieron una muerte lenta y agónica: todos los que no murieron en el combate fueron asesinados por los rebeldes mediante suplicios tan atroces como la horca o el empalamiento. Boudica no quería prisioneros, y lo demostró castigando a los ciudadanos romanos con violentas y letales torturas. Incluso los animales fueron sacrificados para que no pudieran servir ya para nada.
Camulodunum se convirtió de la noche a la mañana en una ciudad abandonada, vacía y muerta, cubierta de la sangre derramada por aquellos que clamaban a gritos su venganza, que, poco a poco, parecían ver cumplida en el horizonte.
Unos días después de la matanza de Camulodunum, las tropas britanas abandonaron aquella ciudad desierta de vida para seguir su camino hacia el sur, en dirección a Londinium…
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Arrasaron todo a su paso. Aldeas, campos, casas patricias…todo fue devorado por las huestes de Boudica, que avanzaban inexorablemente hacia la capital romana en Britania, Londinium. Y todo el que tuvo la mala suerte de encontrarse en su camino fue borrado del mapa sin perdón posible, fuese romano o britano, pues ya daba igual. Y eso incluyó también a la Legión IX, la hispana, que había acudido en ayuda de Camulodunum aún a pesar de ser ya demasiado tarde. Los legionarios, a pesar de ser avezados guerreros curtidos en cientos de batallas, no pudieron hacer nada contra la horda britana que cayó sobre ellos por sorpresa, acometiéndoles sin piedad. Dos mil quinientos soldados fueron exterminados bajo la salvaje habilidad de los guerreros de Boudica, cuya seguridad en sí mismos fue aumentado a medida que las brutales victorias se sucedían.
Boudica se sentía satisfecha. Tanto derramamiento de sangre colmaba las ansias de venganza que sentía desde que la azotaran y violaran a sus hijas. En el combate, llevada por una primitiva y excitante sensación de alegría, ella era la primera en desenvainar la espada y la última en guardarla, bailando durante ese tiempo entre sus enemigos, con su acero dibujando feroces aunque arcaicas fintas a su alrededor.
Pronto, los romanos no tendrían más opción que abandonar Britania o ser pasados a cuchillo por los icenos. La estela de muertos que cubría los caminos por los que pasaba la horda britana no hacía presagiar otra posibilidad que rendirse… o morir. O al menos eso pensaba Boudica, cuyo corazón comenzó a abrigar la esperanza de reconquistar Britania, de ser libres de nuevo…de no padecer ya más miedo y dolor.
La libertad, esa necesidad que durante tanto tiempo les había sido negada, estaba ahora al alcance de la mano…
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La débil y amarillenta luz del sol se asomó tímidamente al mundo después de una larga noche de frío y oscuridad. Los tenues haces dorados tiñeron las nubes que encapotaban el cielo de un suave matiz áureo, así como los campos verdes y los bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Londinium. El cielo que se distinguía en el horizonte se tornó de suaves tonos anaranjados, rosáceos y añiles, que destacaban bajo las nubes grises que cubrían la bóveda celeste de Britania. El bello espectáculo de colores se difuminó lentamente cuando el sol se elevó lo suficiente para ser tapado por los nubarrones, tornándose el paisaje de un mustio color gris, triste y frío.
Al mismo tiempo que el sol se escondía, el ejército de Boudica apareció en el horizonte, feroz y temible. Inexorablemente, los britanos cubrieron la distancia que los separaba de su destino alzando al cielo salvajes gritos que reflejaban toda su furia y su emoción ante la inminente batalla. Los pocos rayos de sol que se dejaban ver de vez en cuando entre las nubes arrancaban destellos acerados de las armas de los rebeldes e iluminaban sus feroces rostros pintados de azul. En su carro de combate, Boudica encabezaba a su hueste con la espada en alto, sin amedrentarse por la legión de soldados que empezó a rodear Londinium en un desesperado intento de protegerla de la furia de aquellos salvajes britanos que tanto daño habían causado hasta el momento. Boudica alzó un fiero alarido, y doscientas mil gargantas lo corearon, haciendo temblar Londinium. Los soldados romanos no se movieron de sus posiciones, pero todos creyeron ver en aquella mujer de larga melena bermeja a la muerte en persona, de pie en su carro de combate, con su espada ávida de sangre alzada ante ella y su piel pálida cubierta por aquella extraña pintura azulada.
Y cuando el ejército britano rompió a correr hacia la ciudad, sin ningún tipo de organización ni disciplina, y sin seguir ninguna estrategia, los legionarios no pudieron hacer más que esperar el encuentro, contemplando horrorizados como aquella multitudinaria hueste se echaba sobre ellos. Los soldados romanos, protegidos tras sus escudos, colocaron las lanzas en posición horizontal antes de que los britanos los alcanzasen.
Y el choque fue brutal. Los britanos que iban en primera fila cayeron atravesados por las lanzas romanas, pero el resto del ejército arrolló a los legionarios debido a la fuerza de la embestida, proporcionada por su superioridad numérica. Los romanos fueron aniquilados sin grandes problemas, lo que dejó a Londinium prácticamente desprotegida en garras de los britanos, que no tardaron en entrar a sangre y fuego en la ciudad.
A poca distancia del lugar donde se estaba cometiendo la masacre, el gobernador romano Cayo Suetonio Paulino contemplaba como densas columnas de humo se elevaban de Londinium, mezclándose con las nubes grises que oscurecían el cielo. A sus espaldas, cientos de hombres miraban con el rostro impertérrito lo mismo que él mientras la suave brisa matinal les traía los gritos y los lamentos provenientes de Londinium, que en esos momentos estaba siendo arrasada por los insurrectos britanos. El humo formó una cúpula negra sobre la ciudad y, lentamente, fue desplazándose hacia los romanos, llevándoles el penetrante olor a ceniza y el dulzón efluvio de la muerte.
El gobernador entornó los ojos un momento al recordar su llegada a Londinium. Él y sus hombres se habían dado toda la prisa que habían podido por llegar ante la orden que había recibido del procurador Cato Deciano, residente en Londinium, que exigía su ayuda y protección ante la inminente llegada de la tropa bárbara. Y lograron alcanzar la ciudad, pero cuando ya era demasiado tarde: el procurador Deciano había abandonado la ciudad el día anterior y había cogido un barco hacia la Galia, convencido de que no había nada que hacer contra el ejército britano y dejando a los habitantes de Londinium abandonados a su suerte. Suetonio Paulino se percató nada más llegar que la ciudad era una presa fácil para los britanos: no tenía ningún tipo de fortificación y apenas estaba preparada para la defensa militar. Por ello el gobernador optó por hacer lo mismo que Cato Deciano: abandonó la ciudad ante la imposibilidad de defenderla, a pesar de las reclamaciones de sus habitantes, que en ese preciso momento morían a cientos bajo las espadas de los rebeldes.
Ahora, Suetonio y sus hombres observaban las llamas que comenzaban a vislumbrarse entre el humo negro y que no tardaría en consumir Londinium bajo su ardiente manto. Los britanos comenzaron a salir de la ciudad en llamas, llevando consigo objetos de valor y prisioneros: hombres, mujeres y niños que empezaron a agrupar en la ladera de una colina, tratándoles con brutalidad y matando a todo aquel que se rebelaba ante las palizas. Suetonio sabía que el resto no sobreviviría a aquella noche, y si alguno lo hacía, solo sería para aumentar y alargar su sufrimiento.
El gobernador sacudió la cabeza, hizo volver grupas a su caballo y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de nuevo. Ahora su misión era adelantarse a los britanos en su siguiente objetivo.
Por Londinium ya nada se podía hacer, pues antes de que el sol se escondiera en el horizonte no sería más que un montón de cenizas humeantes teñidas de sangre.
martes, 20 de abril de 2010
Boudica. Primera parte.
Primera parte
La mordedura del látigo
Año 43 d.C. El emperador romano Claudio invade la isla de Britania en busca del enriquecimiento de sus agotadas arcas imperiales y de nuevas tierras que conquistar. La explicación del emperador a Roma, la llamada de auxilio del rey britano Verica, aliado del Imperio, cuyo reino es atacado por sus enemigos. En ese mismo año, las tropas enviadas por Claudio acaban con las revueltas, consiguiendo una aplastante victoria sobre once reyes locales y apropiándose de sus tierras, que pasan a manos del Imperio Romano.
La noticia se extiende como la pólvora por Britania, llegando a oídos de Prasutagus, rey de los Icenos, que propone una alianza a Roma. Ésta se basa en la ayuda militar y económica al rey britano mientras éste viva, y a cambio, la mitad de sus tierras y bienes serán entregados a los romanos cuando el monarca fallezca.
Como con tantos otros reyes de Britania, Roma acepta y cumple su parte del trato con creces: Prasutagus ve como los icenos progresan gracias a la ayuda romana, como sus tierras se convierten en unas de las más ricas de toda la vieja Alvión, y como sus gentes viven en paz gracias a la protección que les ofrece el Imperio. Son tiempos felices, luminosos, que apenas se ven oscurecidos por las negras nubes que comienzan a ensombrecer el horizonte y que Prasutagus no llegará a ver caer sobre él.
Trece años antes de esa alianza, nació en el seno de una familia noble icena un bebé, una niña de hirsutos cabellos rojos y llantos enérgicos y pertinaces que ya hacían presagiar su carácter duro y salvaje, aunque no el destino oscuro y trágico que ya le estaba reservado. Su nombre pasaría a la Historia como el perteneciente a una de las más grandes heroínas que han existido nunca y que más han quedado ocultas en las sombras: Boudica, cuyo significado cobraría sentido durante casi toda la vida de esta valiente mujer, y se recogería casi dos mil años después para ensalzar la figura de otra reina con el mismo nombre.
Esta es la historia de Boudica,”Victoria”: la mujer que osó desafiar a Roma.
Poco o nada se conoce sobre la infancia y adolescencia de Boudica. Nacida alrededor del año 30 d.C., fue educada acorde a su rango de noble y casada con el rey de los icenos, Prasutagus, cuando apenas tenía dieciocho años, naciendo sus dos únicas hijas poco tiempo después. Gracias a la alianza de los icenos con los romanos, las tierras de Prasutagus gozaban de riqueza, libertad y seguridad. Sus súbditos eran felices, y su familia disfrutaba de la prosperidad y la calma, en apariencia inquebrantables.
Pero las vidas de Boudica, sus hijas, y todos sus súbditos dieron un brusco giro en el año 60 d.C, cuando las nubes negras se cernieron sobre los icenos como un mal presagio de todo lo que estaba a punto de ocurrir…
Llovía de forma pertinaz y obstinada aquella fría noche del año 60 d. C., empapando la lluvia los verdes campos que rodeaban lo que parecía ser un pueblo de casas de madera y piedra. No obstante, y a pesar de la tormenta y el frío, una pequeña multitud se había dispersado alrededor de una de las moradas más grandes y soberbias, envueltos en gruesas ropas de abrigo y aguantando como podían el temporal. Todos estaban sumidos en un silencio sobrecogedor, observando temblorosos el interior de la casa iluminado por una frágil luz rojiza. En el interior, la lluvia repiqueteaba insistentemente sobre el tejado de madera, produciendo un sonido vivaz que inundaba la más amplia habitación, tenuemente iluminada por las antorchas que ardían en las manos de cinco hombres. Estos rodeaban en afligido mutismo un lecho ocupado por un hombre pálido y escuálido, tapado hasta la cintura con mantas, cuyas manos temblorosas descansaban sobre su vientre. Su respiración era regular y su rostro surcado de arrugas mostraba un leve rictus de dolor. De pie junto al lecho, tres mujeres, dos de ellas apenas unas niñas, observaban al enfermo con la angustia y el dolor grabados en sus macilentos semblantes. Los hombros de las dos muchachas estaban rodeados por los brazos de la mujer adulta, en actitud protectora. Era Boudica, la reina de lo icenos y esposa de Prasutagus; llamaba la atención por su altura, poco habitual en una mujer, pues llegaba a superar a la de muchos hombres. Su cuerpo era esbelto y espigado y su tez poseía un suave tono pálido que contrastaba con el profundo color negro de sus ojos fieros y duros; una cascada de cabellos rojos como el fuego caía desgreñada hasta sus caderas. Su indumentaria constaba de una larga túnica multicolor, un grueso manto ajustado y sujeto por un broche y un largo collar de oro. No tenía más de treinta años, pero las arrugas de preocupación que cruzaban su rostro le hacían parecer mucho mayor.
El enfermo postrado en la cama fue entonces presa de unos súbitos temblores silenciosos y las antorchas iluminaron su semblante pálido y sudoroso, marcado por el dolor. Hasta que, por fin, Prasutagus emitió un quedo jadeo y quedó inmóvil sobre el lecho, mientras sus párpados caían pesados sobre sus ojos.
Las dos muchachas rompieron en débiles sollozos, y por sus mejillas comenzaron a caer gruesas lágrimas cargadas de desolación y angustia. Uno de los cinco hombres que rodeaban el lecho se acercó con respetuosa lentitud hasta el enfermo, se arrodilló junto a él y le susurró:
- ¿Mi señor Prasutagus? ¿Señor…?
Pero el aludido no respondió a su nombre, solo se quedó inmóvil, paralizado en los oscuros brazos de la muerte. El hombre arrodillado frente al cuerpo alzó la mirada hacia Boudica, quien negó con la cabeza mientras una solitaria lágrima caía por su mejilla, única muestra de su dolor.
Sabía lo que todo eso significaba, y que la muerte de Prasutagus era el principio de un periodo oscuro y doloroso. Boudica abrazó con fuerza a sus hijas y abandonó la habitación, dejando a sus espaldas el cuerpo exangüe de su esposo, y la felicidad y la alegría que hasta ese momento habían dominado su vida.
El enviado de Roma llegó al encuentro de Boudica apenas hubieron enterrado a Prasutagus. La reina no se sorprendió cuando le comunicaron la llegada del mensajero romano y lo mandó llamar ante ella. Cuando los soldados icenos entraron en la gran sala destinada a las audiencias del rey, escoltando a un hombre alto y enjuto, Boudica ya ocupaba su sitial frente a la entrada, rodeada de sus más fieles guerreros. El enviado de Roma no dudó al atravesar la sala y colocarse frente a la reina, a pesar del fiera imagen que ofrecían esta y sus hombres con sus muecas salvajes y sus ropas burdas y toscas. El heraldo alzó la barbilla, como queriendo demostrar que no les profesaba ningún temor.
- Reina Boudica – saludó el romano, sin hacer ningún ademán de respeto – Roma llora la pérdida de tu rey y está conmocionada por su repentina muerte. Prasutagus fue un fiel servidor del emperador, y nadie más que él siente la dura agonía que tuvo que sufrir. No obstante, la muerte de Prasutagus significa para los icenos el cumplimiento de su parte del tratado de paz, dado que Roma ya lo ha cumplido con creces.
La única reacción de Boudica ante las palabras del mensajero fue entornar los ojos, acrecentando así la mueca feroz que cubría sus facciones.
- El emperador Nerón exige que las tierras pertenecientes a los icenos pasen a formar parte de Roma como una provincia más, y que todos sus bienes sean confiscados para que se conviertan en parte de las posesiones romanas, así como la dote de las hijas de Prasutagus.
- ¡Ese no era el trato! – exclamó uno de los guerreros de la reina – el tratado declaraba que sólo perderíamos la mitad de nuestros territorios.
- La generosidad de Roma ha sido excesiva y vosotros, icenos, habéis abusado de ella. El emperador no os reclama más que lo que ha perdido por vuestra culpa – replicó el mensajero sin perder la calma.
- No podemos daros lo que nos pedís – señaló Boudica alzando la voz – Roma nos ha engañado y nos ha traicionado. Ahora pide tanto que no podemos darle más que lo que prometimos.
- Entonces, reina Boudica, no te queda más que aceptar las consecuencias de tus actos y suplicar perdón ante el gran Nerón.
Un brillo colérico apareció en los ojos de Boudica.
- Los icenos nunca nos doblegaremos ante Roma – escupió entre dientes.
- Eso ya lo veremos.
El mensajero se volvió y con expresión triunfante abandonó la sala ante la iracunda mirada de los icenos, que vieron impotentes como el heraldo escapaba de ellos sin el menor rasguño tras la insolencia que había cometido contra su reina.
Pasaron los días, incluso las semanas, pero los romanos no hicieron acto de presencia en la región tras la amenaza de su mensajero. Boudica reforzó la vigilancia de los límites de sus territorios pero no dio más importancia al ultimátum de Roma; si le inquietaban las intimidaciones del imperio, no dio muestras de ello, y hasta se puede decir que las ignoró por completo. Siguió ejerciendo de reina como si no hubiera pasado nada, y la rutina continuó gobernando la vida de los icenos. No obstante, la carencia de ayuda económica por parte de los romanos no se tardó en sentir, aún a pesar de estar ya libres de impuestos, y Boudica contempló como su pueblo se hundía día a día en una triste miseria. Tanto habían dependido de Roma que al retirarles ésta su apoyo, los icenos no sabían como afrontar la escasez de recursos que repentinamente les cayó encima.
No se imaginaban que aquello sólo era el principio de una larga lista de desgracias.
Tres semanas habían pasado ya desde que el mensajero de Roma se presentara ante los icenos. Tres semanas en las que la ausencia de Prasutagus se había hecho notar y el pueblo había languidecido a causa de la miseria que planeaba sobre él como un ave de rapiña.
Era noche cerrada, sin luna ni estrellas por culpa de las negras nubes que oscurecían el cielo y cubrían la tierra de frías sombras. Un silencio suave y helado reinaba en la región, solo roto por el ocasional ulular del viento y el dulce murmullo de las hojas de los árboles. Los icenos dormían acunados por la suave calma que invadía su tierra, ajenos a las luces parpadeantes y anaranjadas que se acercaban a la aldea desde el oeste, rodeando sus casas.
Los destellos de las antorchas de docenas de soldados romanos no tardaron en iluminar las fachadas de las moradas, y cuando los icenos pudieron percatarse de la incursión, ya era demasiado tarde. Las huestes de Roma entraron en el pueblo con la furia de un vendaval, irrumpiendo con violencia en los hogares y sacando a sus ocupantes a rastras, sin haces distinciones entre hombres, mujeres o niños. Todo el que se revolvió fue brutalmente apaleado hasta que dejó de ofrecer todo tipo de resistencia ante los invasores.
Con Boudica no fueron menos implacables. Los soldados allanaron su casa presas de una sed de sangre incontrolable, la sacaron de la cama con violencia y la obligaron a salir al exterior acompañada de sus aterrorizadas hijas. Fuera, los icenos habían sido agrupados en la parte más occidental del pueblo, iluminados sus maltrechos cuerpos por las antorchas de los romanos, que obligaron a Boudica a colocarse en el centro del círculo formado por los soldados, dejando a sus hijas atrás. Sus captores la tiraron al frío suelo terroso, de donde se intentó levantar hasta que uno de los soldados la agarró por el pelo y la mantuvo inmóvil, provocando las risas burlonas de sus compañeros.
En ese momento, un soberbio jinete montado sobre un enorme caballo negro entró en el cerco de luz formado por las antorchas de los romanos, hasta frenar su avance frente a Boudica, arrodillada en el suelo, humillada por los soldados, pero aún así mirando a los romanos con odio y desafío. El jinete, ataviado con una armadura plateada, un casco coronado por un penacho rojo, y un manto colocado sobre los hombros, miró a la reina con desdén.
- Mira donde ha llevado la arrogancia a tu pueblo, reina Boudica – le dijo con la voz cargada de desprecio y señalando a los icenos con un amplio gesto de la mano – observa lo que ha provocado tu insolencia. A causa de la deuda que tienes con el emperador, muchos de tus súbditos quedarán relegados a la esclavitud, y los hombres de más alto cargo perderán sus privilegios para convertirse en simples despojos humanos. Aprende la lección, mujer: los desleales a Roma no quedan impunes.
Boudica clavó en él una mirada de profunda rabia. Así pudo reconocer los rasgos de ese hombre orgulloso, iluminados por las luces de las antorchas: era el mensajero que semanas atrás se había entrevistado con ella, el heraldo de Roma. Intentó abalanzarse sobre él, furiosa, pero el soldado que la retenía la obligó a permanecer quieta a base de dolorosos golpes.
El jinete la observó con desprecio y luego se volvió hacia sus súbditos.
- Icenos – exclamó – por orden del procurador Cato Deciano, y a causa de la deuda que tenéis con Roma, todos vuestros bienes quedan bajo poder del emperador, así como vuestra libertad. A partir de ahora, vuestra condición no será más que la de esclavos del imperio, sin distinción alguna. Y esto será así hasta que la deuda que tenéis con Roma quede debidamente saldada.
Expresiones de consternación y horror cruzaron por los rostros de los icenos, cuyas exclamaciones de protesta y angustia quedaron ahogadas por las nuevas palabras que pronunció el jinete, mirando esta vez a la reina icena.
- Y esto no acaba aquí. Roma exige las explicaciones de Boudica, sus muestras de arrepentimiento y sus súplicas de perdón. De no ser así, la reina será duramente castigada.
Todos, romanos e icenos, miraron a Boudica con expectación, esperando que en cualquier momento cayera rendida a los cascos del caballo del centurión romano. Pero Boudica no se movió del sitio y siguió mirando con arrogancia y odio al jinete, como si fuese ella en vez de él la que le tuviera humillado, acabado y a punto de ser castigado.
- Los icenos no nos doblegaremos ante Roma – repuso con ira, repitiendo las mismas palabras que había pronunciado días atrás.
Un rictus de furia ensombreció los rasgos del romano.
- Como quieras – hizo volver grupas al caballo con brusquedad y exclamó a los legionarios - ¡Azotadla, azotadla hasta que clame perdón!
Dos soldados agarraron a Boudica por los brazos y las piernas, impidiendo que realizara movimiento alguno, mientras un tercero rasgaba sus ropas con violencia hasta dejarla completamente desnuda. Boudica intentó resistirse, pero los soldados reaccionaron con tanta brutalidad que quedó tendida sobre la tierra sin poder hacer ningún otro movimiento. El legionario que había rasgado su túnica volvió llevando en sus manos un látigo largo y forrado en piel, que hizo chasquear cuando llegó junto a Boudica. La reina se estremeció al oír el escalofriante sonido del látigo desgajando el aire.
- Tus disculpas, mujer – dijo el centurión romano, contemplando el espectáculo desde una corta distancia.
Boudica mantuvo la boca cerrada, orgullosa hasta el final, y el jinete hizo un gesto con la mano. El látigo cayó inmisericorde sobre la espalda de la reina icena, que gritó de dolor al sentir la mordedura del flagelo en su piel.
- ¡Suplica tu perdón a Roma, reina Boudica!
La única respuesta que obtuvo el centurión romano fue el nuevo chasquido que produjo el látigo contra la espalda de Boudica, que esta vez ahogó el grito, aunque no pudo contener las lágrimas de dolor que empezaron a caer de sus ojos. La operación se repitió durante unos minutos más, y con cada nueva herida abierta en la espalda de Boudica, desconocidos sentimientos de rabia y venganza se abrían paso en los icenos. Muchos intentaron acudir en ayuda de su reina, pero fueron atravesados por las gladius, las mortíferas espadas romanas que los soldados utilizaban con salvaje alegría cada vez que tenían la ocasión.
Tras unos minutos de agonía, el centurión alzó la mano y el soldado del látigo dejó caer el instrumento de tortura con una mueca de consternación en el rostro, contrariado.
- ¿Y bien? – murmuró el jinete, triunfante, observando la espalda ensangrentada de Boudica.
La mujer, temblorosa, bajó la cabeza para que su pelo ocultara las lágrimas que corrían por sus mejillas, pero tampoco abrió la boca esta vez, lo que provocó la cólera del romano.
- ¡Traed a sus hijas! – gritó, fuera de sí - ¡traedlas!
Boudica vio, horrorizada, como los legionarios empujaban a las niñas frente ella, tratándolas con una brusquedad rayana en violencia. Las muchachas rompieron a llorar, y los icenos con ellas al percatarse de lo que pensaban hacer los romanos.
- ¡Exijo tus súplicas, mujer! – clamó el centurión - ¡arrodíllate ante el poder de Roma si no quieres que tus hijas sean violadas ante tus ojos y los de tu gente!
La reina se mantuvo en un absoluto silencio que solo fue roto por los sollozos de sus hijas. El jinete, furioso, hizo un gesto con la cabeza y los legionarios tiraron a las niñas al suelo. Boudica, ahogando un sollozo, cerró los ojos, sin reunir la valentía para volver a abrirlos.
Y los gritos de las muchachas, que sacudieron estremecedoramente la tierra, no tardaron en derrumbar la poca cordura que quedaba en la mente de su madre.
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La suave y mortecina luz del sol empezó a despuntar en el horizonte teñido de rosa y añil, iluminando tenuemente el desolador panorama que los romanos habían dejado tras ellos. Las frágiles briznas de luz se diseminaron por los cuerpos caídos de cinco icenos, inmóviles y fríos. El suelo a su alrededor estaba manchado de sangre, coloreando de rojo la hierba escarchada.
Boudica observó como los caídos eran recogidos por sus quejumbrosos familiares, que los llevaron al interior de las viviendas para llorarlos en soledad. Otras familias se mantenían unidas, sin apenas separarse, destrozados por la perdida de aquellos que los romanos se habían llevado como esclavos.
Pocas personas habían salido indemnes de su encuentro con los invasores: la mayoría de los icenos presentaban contusiones y distintas magulladuras por los golpes recibidos, sin contar con el dolor emocional que provocaba la desaparición de los seres queridos.
Sin embargo, una de las personas que más maltrecha había salido de su encuentro con los romanos había sido la propia Boudica. Cruelmente castigada y humillada, aquella mañana presentaba un aspecto demoledor: su rostro pálido y de rasgos angulosos estaba señalado por infinidad de moratones que iban desde el amarillo hasta el violeta. Un corte superficial cruzaba su mejilla izquierda y tenía los labios hinchados y tumefactos. Apenas podía moverse por el dolor de su espalda, cuya piel se encontraba rasgada por decenas de profundas y tormentosas laceraciones producidas por el maldito látigo. Las curas que le había practicado el druida del pueblo horas antes habían aliviado momentáneamente su dolor, pero a la luz del amanecer las molestias volvían con inusitada fuerza.
La mordedura del látigo quemaba, pero no tanto como el recuerdo de sus hijas violadas por los legionarios romanos. La reina aún no se podía quitar de la cabeza los gritos de las niñas, como si los estuviera escuchando en ese mismo momento. Boudica volvió la cabeza hacia su casa, cuyas ventanas dejaban entrever la profunda oscuridad que protegía a sus hijas del mundo exterior. Después de que los romanos abandonaran el pueblo, los soldados icenos habían recogido a las inconscientes muchachas y las habían llevado hasta su casa, de donde aún no se habían atrevido a salir.
- ¿Boudica?
La reina se volvió para encontrarse de frente con un hombre alto y corpulento, de desgreñadas barbas y cabellos rubios, cuyos rasgos estaban oscurecidos por las magulladuras y los cortes. Uno de sus ojos azules se encontraba rodeado de un surco violeta, como si le hubieran pegado un puñetazo.
- ¿Me has mandado llamar? – inquirió con voz cansada.
- Así es, Gawain – asintió Boudica, observándole con detenimiento – siento mucho lo que te ha pasado este noche – comentó.
Gawain suspiró y sus facciones se endurecieron. Pocas horas antes, los invasores se habían llevado como esclavo a su hijo de catorce años…y tal vez nunca volviera a verlo. De ahí los moratones que desfiguraban su rostro, pues había intentado evitarlo arremetiendo contra los legionarios, pero estos habían reaccionado con un salvajismo rayano en la crueldad. Suerte que no le hubiesen atravesado con las gladius, como había pasado con otros tantos desgraciados.
- Créeme que no te pediría este favor si hubiera otra solución, pero eres el mejor guerrero de todos los icenos y el hombre en el que más confío.
Gawain guardó silencio, agotado.
- Quiero que cojas el caballo más rápido que encuentres y galopes hasta las tierras de los trinovantes. Infórmales de lo que ha sucedido aquí y convócales a una reunión que se celebrará tan pronto como lleguen a tierra icena. De camino de vuelta, alerta a todas las tribus que encuentres de nuestra situación e invítales a acudir también a nuestro encuentro – Boudica hizo una pausa de unos segundos y luego añadió en un susurro – los romanos lamentarán habernos humillado de esta manera.
Gawain asintió.
- Estaré aquí lo más pronto posible.
El guerrero se volvió, dejando sola a su reina, cuyo rostro maltrecho empezó a iluminarse con el fantasma de una sonrisa carente de toda razón.
No pasó una semana antes de que Gawain regresara con las buenas nuevas: los líderes de los trinovantes, así como los de otras tribus que había localizado, se desplazarían en poco tiempo al encuentro de la reina icena. Ellos también habían sufrido bajo el yugo de los romanos, incluso habían llegado a perder su tierra, Trinovantia, por su avaricia y crueldad, y ardían en deseos de hacérselo pagar. De hecho, Asrico, el rey de los trinovantes, en cuanto hubo oído las palabras de Gawain, ordenó a su tribu que se abasteciera de todo lo necesario para emprender el viaje hasta el territorio iceno y que se llevara consigo todas las armas que pudiera. Este acto ya señalaba una buena predisposición a la lucha y Boudica se entusiasmó al conocer la noticia.
Sin embargo, los icenos ya estaban dispuestos para la guerra, aún en el hipotético caso de que los trinovantes y otras tribus se negaran a participar en su decisión. Boudica ya había ordenado la movilización de todo el pueblo, y tanto hombres como mujeres se preparaban para la ofensiva: las largas y pesadas espadas celtas empezaron a afilarse, los cascos comenzaron a adornar la cabeza de muchos, y las pinturas azules de glasto sustituyeron a las expresiones de desolación en los semblantes de los icenos. Las mujeres dejaron sus labores cotidianas para centrarse en el manejo de la maza o la espada, pues en la sociedad celta las mujeres eran famosas por su arrojo y ferocidad en la guerra; los niños mayores de diez años, así como los ancianos, cubrieron sus cuerpos con glasto, aquella pintura azulada que les hacía parecer más fieros y salvajes, y que además tenía cualidades antisépticas contra las heridas acaecidas durante el combate.
La sed de venganza se extendió por la tribu como un veneno, llegando a tocar a las hijas de Boudica, que tras permanecer unos días encerradas en su casa, temerosas del mundo exterior, se armaron de valor y salieron a la luz del sol con su atuendo de guerra ya puesto y las mejillas y las frentes teñidas de azul. En cuanto a Boudica, ella tampoco tardó en sacar a relucir su larga y afilada espada, cuya empuñadura labrada en ámbar no dejaba de asir en ningún momento.
El panorama que recibió a los trinovantes y a las otras tribus fue el de un pueblo listo para ir a la guerra, un pueblo que clamaba venganza y que ardía en deseos de derramar la sangre de los invasores.
- ¿Habrá algún trato suficientemente vergonzoso o doloroso que no hayamos sufrido desde que los romanos llegaron a Britania? – la pregunta de Boudica se perdió en la brisa gélida que recorría las suaves praderas verdes, en las que múltiples tribus britanas rodeaban a la reina icena, expectantes por las palabras que pronunciara a continuación, las que serían decisivas para convencer a los más escépticos o recelosos - ¿No es cierto que se han apoderado de casi todo lo que teníamos, y que luego nos han obligado a pagar impuestos por lo poco que nos quedaba? ¿Acaso no pagamos impuestos hasta por nuestros propios cuerpos, y además debemos poner estos mismos cuerpos al servicio de los romanos para arar y cuidar de sus campos? – un murmullo de asentimiento se extendió por la multitud - Nos engañaron con promesas de falsa amistad, nos embaucaron con engañosas alianzas que sólo sirvieron para esclavizarnos e invadirnos ¡y nos sometieron y humillaron hasta el límite de la crueldad! ¿Vamos a seguir dejando que nos dobleguen a su voluntad? ¿Qué se sigan llevando a nuestros hijos como esclavos y violen a nuestras hijas cada vez que pasen por nuestras tierras?
Gritos indignados se elevaron entre las tribus y Boudica alzó la voz para que sus palabras cobraran intensidad:
- ¿Quiénes son ellos para someter a Britania? ¿Con qué derecho nos hacen pagar impuestos, se aprovechan de nuestros cuerpos y nos humillan y hieren hasta la muerte? – Boudica paseó la mirada por la multitud - yo digo que no me someteré más ¡y exijo que a partir de ahora sean los romanos los que se dobleguen ante nosotros! – los britanos aullaron, enardecidos - ¡ que sean ellos los que sufran a nuestras manos! ¡Qué sea su sangre la que cubra la tierra de Alvión, y no la de nuestros hijos!
Soliviantados, los britanos apoyaron sus palabras con salvajes gritos e hicieron chocar sus armas contra sus rudimentarias armaduras, locos de rabia y excitación. Boudica alzó las manos al cielo.
- ¡Y gracias a Andraste, la diosa de la victoria, nuestra será la venganza que tanto ansiamos!
Los britanos guardaron silencio ante el grito de Boudica, quien cerró los ojos mientras sus labios musitaban palabras tan quebradas y débiles que nadie las oyó salvo ella misma y el viento que envolvía el lugar, que las arrastró lejos de allí, tal vez hacia el olvido, puede que hacia el lugar donde moran los dioses. Y de repente, como escuchando la plegaria silenciosa de Boudica y ante la asombrada mirada de las tribus insurrectas, de la túnica multicolor que envolvía a la reina icena, saltó una liebre, animal sagrado para los britanos. La criatura, de orejas largas y pelaje canela, saltó grácilmente hacia el cobijo del bosque, en dirección oeste, justo en la que se encontraba el campamento romano más cercano.
- La señal es clara – dijo Boudica, alzando la voz, con la vista perdida en el lugar por donde había desparecido la liebre - ¡Andraste nos asegura la victoria ante los romanos! ¡Alabados sean los dioses, que prometen resarcir nuestras ansias de venganza!
Los gritos en los que prorrumpieron los britanos fueron ensordecedores, atronadores, como si un trueno resquebrajara la tierra en aquel mismo segundo.
La mordedura del látigo
Año 43 d.C. El emperador romano Claudio invade la isla de Britania en busca del enriquecimiento de sus agotadas arcas imperiales y de nuevas tierras que conquistar. La explicación del emperador a Roma, la llamada de auxilio del rey britano Verica, aliado del Imperio, cuyo reino es atacado por sus enemigos. En ese mismo año, las tropas enviadas por Claudio acaban con las revueltas, consiguiendo una aplastante victoria sobre once reyes locales y apropiándose de sus tierras, que pasan a manos del Imperio Romano.
La noticia se extiende como la pólvora por Britania, llegando a oídos de Prasutagus, rey de los Icenos, que propone una alianza a Roma. Ésta se basa en la ayuda militar y económica al rey britano mientras éste viva, y a cambio, la mitad de sus tierras y bienes serán entregados a los romanos cuando el monarca fallezca.
Como con tantos otros reyes de Britania, Roma acepta y cumple su parte del trato con creces: Prasutagus ve como los icenos progresan gracias a la ayuda romana, como sus tierras se convierten en unas de las más ricas de toda la vieja Alvión, y como sus gentes viven en paz gracias a la protección que les ofrece el Imperio. Son tiempos felices, luminosos, que apenas se ven oscurecidos por las negras nubes que comienzan a ensombrecer el horizonte y que Prasutagus no llegará a ver caer sobre él.
Trece años antes de esa alianza, nació en el seno de una familia noble icena un bebé, una niña de hirsutos cabellos rojos y llantos enérgicos y pertinaces que ya hacían presagiar su carácter duro y salvaje, aunque no el destino oscuro y trágico que ya le estaba reservado. Su nombre pasaría a la Historia como el perteneciente a una de las más grandes heroínas que han existido nunca y que más han quedado ocultas en las sombras: Boudica, cuyo significado cobraría sentido durante casi toda la vida de esta valiente mujer, y se recogería casi dos mil años después para ensalzar la figura de otra reina con el mismo nombre.
Esta es la historia de Boudica,”Victoria”: la mujer que osó desafiar a Roma.
Poco o nada se conoce sobre la infancia y adolescencia de Boudica. Nacida alrededor del año 30 d.C., fue educada acorde a su rango de noble y casada con el rey de los icenos, Prasutagus, cuando apenas tenía dieciocho años, naciendo sus dos únicas hijas poco tiempo después. Gracias a la alianza de los icenos con los romanos, las tierras de Prasutagus gozaban de riqueza, libertad y seguridad. Sus súbditos eran felices, y su familia disfrutaba de la prosperidad y la calma, en apariencia inquebrantables.
Pero las vidas de Boudica, sus hijas, y todos sus súbditos dieron un brusco giro en el año 60 d.C, cuando las nubes negras se cernieron sobre los icenos como un mal presagio de todo lo que estaba a punto de ocurrir…
Llovía de forma pertinaz y obstinada aquella fría noche del año 60 d. C., empapando la lluvia los verdes campos que rodeaban lo que parecía ser un pueblo de casas de madera y piedra. No obstante, y a pesar de la tormenta y el frío, una pequeña multitud se había dispersado alrededor de una de las moradas más grandes y soberbias, envueltos en gruesas ropas de abrigo y aguantando como podían el temporal. Todos estaban sumidos en un silencio sobrecogedor, observando temblorosos el interior de la casa iluminado por una frágil luz rojiza. En el interior, la lluvia repiqueteaba insistentemente sobre el tejado de madera, produciendo un sonido vivaz que inundaba la más amplia habitación, tenuemente iluminada por las antorchas que ardían en las manos de cinco hombres. Estos rodeaban en afligido mutismo un lecho ocupado por un hombre pálido y escuálido, tapado hasta la cintura con mantas, cuyas manos temblorosas descansaban sobre su vientre. Su respiración era regular y su rostro surcado de arrugas mostraba un leve rictus de dolor. De pie junto al lecho, tres mujeres, dos de ellas apenas unas niñas, observaban al enfermo con la angustia y el dolor grabados en sus macilentos semblantes. Los hombros de las dos muchachas estaban rodeados por los brazos de la mujer adulta, en actitud protectora. Era Boudica, la reina de lo icenos y esposa de Prasutagus; llamaba la atención por su altura, poco habitual en una mujer, pues llegaba a superar a la de muchos hombres. Su cuerpo era esbelto y espigado y su tez poseía un suave tono pálido que contrastaba con el profundo color negro de sus ojos fieros y duros; una cascada de cabellos rojos como el fuego caía desgreñada hasta sus caderas. Su indumentaria constaba de una larga túnica multicolor, un grueso manto ajustado y sujeto por un broche y un largo collar de oro. No tenía más de treinta años, pero las arrugas de preocupación que cruzaban su rostro le hacían parecer mucho mayor.
El enfermo postrado en la cama fue entonces presa de unos súbitos temblores silenciosos y las antorchas iluminaron su semblante pálido y sudoroso, marcado por el dolor. Hasta que, por fin, Prasutagus emitió un quedo jadeo y quedó inmóvil sobre el lecho, mientras sus párpados caían pesados sobre sus ojos.
Las dos muchachas rompieron en débiles sollozos, y por sus mejillas comenzaron a caer gruesas lágrimas cargadas de desolación y angustia. Uno de los cinco hombres que rodeaban el lecho se acercó con respetuosa lentitud hasta el enfermo, se arrodilló junto a él y le susurró:
- ¿Mi señor Prasutagus? ¿Señor…?
Pero el aludido no respondió a su nombre, solo se quedó inmóvil, paralizado en los oscuros brazos de la muerte. El hombre arrodillado frente al cuerpo alzó la mirada hacia Boudica, quien negó con la cabeza mientras una solitaria lágrima caía por su mejilla, única muestra de su dolor.
Sabía lo que todo eso significaba, y que la muerte de Prasutagus era el principio de un periodo oscuro y doloroso. Boudica abrazó con fuerza a sus hijas y abandonó la habitación, dejando a sus espaldas el cuerpo exangüe de su esposo, y la felicidad y la alegría que hasta ese momento habían dominado su vida.
El enviado de Roma llegó al encuentro de Boudica apenas hubieron enterrado a Prasutagus. La reina no se sorprendió cuando le comunicaron la llegada del mensajero romano y lo mandó llamar ante ella. Cuando los soldados icenos entraron en la gran sala destinada a las audiencias del rey, escoltando a un hombre alto y enjuto, Boudica ya ocupaba su sitial frente a la entrada, rodeada de sus más fieles guerreros. El enviado de Roma no dudó al atravesar la sala y colocarse frente a la reina, a pesar del fiera imagen que ofrecían esta y sus hombres con sus muecas salvajes y sus ropas burdas y toscas. El heraldo alzó la barbilla, como queriendo demostrar que no les profesaba ningún temor.
- Reina Boudica – saludó el romano, sin hacer ningún ademán de respeto – Roma llora la pérdida de tu rey y está conmocionada por su repentina muerte. Prasutagus fue un fiel servidor del emperador, y nadie más que él siente la dura agonía que tuvo que sufrir. No obstante, la muerte de Prasutagus significa para los icenos el cumplimiento de su parte del tratado de paz, dado que Roma ya lo ha cumplido con creces.
La única reacción de Boudica ante las palabras del mensajero fue entornar los ojos, acrecentando así la mueca feroz que cubría sus facciones.
- El emperador Nerón exige que las tierras pertenecientes a los icenos pasen a formar parte de Roma como una provincia más, y que todos sus bienes sean confiscados para que se conviertan en parte de las posesiones romanas, así como la dote de las hijas de Prasutagus.
- ¡Ese no era el trato! – exclamó uno de los guerreros de la reina – el tratado declaraba que sólo perderíamos la mitad de nuestros territorios.
- La generosidad de Roma ha sido excesiva y vosotros, icenos, habéis abusado de ella. El emperador no os reclama más que lo que ha perdido por vuestra culpa – replicó el mensajero sin perder la calma.
- No podemos daros lo que nos pedís – señaló Boudica alzando la voz – Roma nos ha engañado y nos ha traicionado. Ahora pide tanto que no podemos darle más que lo que prometimos.
- Entonces, reina Boudica, no te queda más que aceptar las consecuencias de tus actos y suplicar perdón ante el gran Nerón.
Un brillo colérico apareció en los ojos de Boudica.
- Los icenos nunca nos doblegaremos ante Roma – escupió entre dientes.
- Eso ya lo veremos.
El mensajero se volvió y con expresión triunfante abandonó la sala ante la iracunda mirada de los icenos, que vieron impotentes como el heraldo escapaba de ellos sin el menor rasguño tras la insolencia que había cometido contra su reina.
Pasaron los días, incluso las semanas, pero los romanos no hicieron acto de presencia en la región tras la amenaza de su mensajero. Boudica reforzó la vigilancia de los límites de sus territorios pero no dio más importancia al ultimátum de Roma; si le inquietaban las intimidaciones del imperio, no dio muestras de ello, y hasta se puede decir que las ignoró por completo. Siguió ejerciendo de reina como si no hubiera pasado nada, y la rutina continuó gobernando la vida de los icenos. No obstante, la carencia de ayuda económica por parte de los romanos no se tardó en sentir, aún a pesar de estar ya libres de impuestos, y Boudica contempló como su pueblo se hundía día a día en una triste miseria. Tanto habían dependido de Roma que al retirarles ésta su apoyo, los icenos no sabían como afrontar la escasez de recursos que repentinamente les cayó encima.
No se imaginaban que aquello sólo era el principio de una larga lista de desgracias.
Tres semanas habían pasado ya desde que el mensajero de Roma se presentara ante los icenos. Tres semanas en las que la ausencia de Prasutagus se había hecho notar y el pueblo había languidecido a causa de la miseria que planeaba sobre él como un ave de rapiña.
Era noche cerrada, sin luna ni estrellas por culpa de las negras nubes que oscurecían el cielo y cubrían la tierra de frías sombras. Un silencio suave y helado reinaba en la región, solo roto por el ocasional ulular del viento y el dulce murmullo de las hojas de los árboles. Los icenos dormían acunados por la suave calma que invadía su tierra, ajenos a las luces parpadeantes y anaranjadas que se acercaban a la aldea desde el oeste, rodeando sus casas.
Los destellos de las antorchas de docenas de soldados romanos no tardaron en iluminar las fachadas de las moradas, y cuando los icenos pudieron percatarse de la incursión, ya era demasiado tarde. Las huestes de Roma entraron en el pueblo con la furia de un vendaval, irrumpiendo con violencia en los hogares y sacando a sus ocupantes a rastras, sin haces distinciones entre hombres, mujeres o niños. Todo el que se revolvió fue brutalmente apaleado hasta que dejó de ofrecer todo tipo de resistencia ante los invasores.
Con Boudica no fueron menos implacables. Los soldados allanaron su casa presas de una sed de sangre incontrolable, la sacaron de la cama con violencia y la obligaron a salir al exterior acompañada de sus aterrorizadas hijas. Fuera, los icenos habían sido agrupados en la parte más occidental del pueblo, iluminados sus maltrechos cuerpos por las antorchas de los romanos, que obligaron a Boudica a colocarse en el centro del círculo formado por los soldados, dejando a sus hijas atrás. Sus captores la tiraron al frío suelo terroso, de donde se intentó levantar hasta que uno de los soldados la agarró por el pelo y la mantuvo inmóvil, provocando las risas burlonas de sus compañeros.
En ese momento, un soberbio jinete montado sobre un enorme caballo negro entró en el cerco de luz formado por las antorchas de los romanos, hasta frenar su avance frente a Boudica, arrodillada en el suelo, humillada por los soldados, pero aún así mirando a los romanos con odio y desafío. El jinete, ataviado con una armadura plateada, un casco coronado por un penacho rojo, y un manto colocado sobre los hombros, miró a la reina con desdén.
- Mira donde ha llevado la arrogancia a tu pueblo, reina Boudica – le dijo con la voz cargada de desprecio y señalando a los icenos con un amplio gesto de la mano – observa lo que ha provocado tu insolencia. A causa de la deuda que tienes con el emperador, muchos de tus súbditos quedarán relegados a la esclavitud, y los hombres de más alto cargo perderán sus privilegios para convertirse en simples despojos humanos. Aprende la lección, mujer: los desleales a Roma no quedan impunes.
Boudica clavó en él una mirada de profunda rabia. Así pudo reconocer los rasgos de ese hombre orgulloso, iluminados por las luces de las antorchas: era el mensajero que semanas atrás se había entrevistado con ella, el heraldo de Roma. Intentó abalanzarse sobre él, furiosa, pero el soldado que la retenía la obligó a permanecer quieta a base de dolorosos golpes.
El jinete la observó con desprecio y luego se volvió hacia sus súbditos.
- Icenos – exclamó – por orden del procurador Cato Deciano, y a causa de la deuda que tenéis con Roma, todos vuestros bienes quedan bajo poder del emperador, así como vuestra libertad. A partir de ahora, vuestra condición no será más que la de esclavos del imperio, sin distinción alguna. Y esto será así hasta que la deuda que tenéis con Roma quede debidamente saldada.
Expresiones de consternación y horror cruzaron por los rostros de los icenos, cuyas exclamaciones de protesta y angustia quedaron ahogadas por las nuevas palabras que pronunció el jinete, mirando esta vez a la reina icena.
- Y esto no acaba aquí. Roma exige las explicaciones de Boudica, sus muestras de arrepentimiento y sus súplicas de perdón. De no ser así, la reina será duramente castigada.
Todos, romanos e icenos, miraron a Boudica con expectación, esperando que en cualquier momento cayera rendida a los cascos del caballo del centurión romano. Pero Boudica no se movió del sitio y siguió mirando con arrogancia y odio al jinete, como si fuese ella en vez de él la que le tuviera humillado, acabado y a punto de ser castigado.
- Los icenos no nos doblegaremos ante Roma – repuso con ira, repitiendo las mismas palabras que había pronunciado días atrás.
Un rictus de furia ensombreció los rasgos del romano.
- Como quieras – hizo volver grupas al caballo con brusquedad y exclamó a los legionarios - ¡Azotadla, azotadla hasta que clame perdón!
Dos soldados agarraron a Boudica por los brazos y las piernas, impidiendo que realizara movimiento alguno, mientras un tercero rasgaba sus ropas con violencia hasta dejarla completamente desnuda. Boudica intentó resistirse, pero los soldados reaccionaron con tanta brutalidad que quedó tendida sobre la tierra sin poder hacer ningún otro movimiento. El legionario que había rasgado su túnica volvió llevando en sus manos un látigo largo y forrado en piel, que hizo chasquear cuando llegó junto a Boudica. La reina se estremeció al oír el escalofriante sonido del látigo desgajando el aire.
- Tus disculpas, mujer – dijo el centurión romano, contemplando el espectáculo desde una corta distancia.
Boudica mantuvo la boca cerrada, orgullosa hasta el final, y el jinete hizo un gesto con la mano. El látigo cayó inmisericorde sobre la espalda de la reina icena, que gritó de dolor al sentir la mordedura del flagelo en su piel.
- ¡Suplica tu perdón a Roma, reina Boudica!
La única respuesta que obtuvo el centurión romano fue el nuevo chasquido que produjo el látigo contra la espalda de Boudica, que esta vez ahogó el grito, aunque no pudo contener las lágrimas de dolor que empezaron a caer de sus ojos. La operación se repitió durante unos minutos más, y con cada nueva herida abierta en la espalda de Boudica, desconocidos sentimientos de rabia y venganza se abrían paso en los icenos. Muchos intentaron acudir en ayuda de su reina, pero fueron atravesados por las gladius, las mortíferas espadas romanas que los soldados utilizaban con salvaje alegría cada vez que tenían la ocasión.
Tras unos minutos de agonía, el centurión alzó la mano y el soldado del látigo dejó caer el instrumento de tortura con una mueca de consternación en el rostro, contrariado.
- ¿Y bien? – murmuró el jinete, triunfante, observando la espalda ensangrentada de Boudica.
La mujer, temblorosa, bajó la cabeza para que su pelo ocultara las lágrimas que corrían por sus mejillas, pero tampoco abrió la boca esta vez, lo que provocó la cólera del romano.
- ¡Traed a sus hijas! – gritó, fuera de sí - ¡traedlas!
Boudica vio, horrorizada, como los legionarios empujaban a las niñas frente ella, tratándolas con una brusquedad rayana en violencia. Las muchachas rompieron a llorar, y los icenos con ellas al percatarse de lo que pensaban hacer los romanos.
- ¡Exijo tus súplicas, mujer! – clamó el centurión - ¡arrodíllate ante el poder de Roma si no quieres que tus hijas sean violadas ante tus ojos y los de tu gente!
La reina se mantuvo en un absoluto silencio que solo fue roto por los sollozos de sus hijas. El jinete, furioso, hizo un gesto con la cabeza y los legionarios tiraron a las niñas al suelo. Boudica, ahogando un sollozo, cerró los ojos, sin reunir la valentía para volver a abrirlos.
Y los gritos de las muchachas, que sacudieron estremecedoramente la tierra, no tardaron en derrumbar la poca cordura que quedaba en la mente de su madre.
****************
La suave y mortecina luz del sol empezó a despuntar en el horizonte teñido de rosa y añil, iluminando tenuemente el desolador panorama que los romanos habían dejado tras ellos. Las frágiles briznas de luz se diseminaron por los cuerpos caídos de cinco icenos, inmóviles y fríos. El suelo a su alrededor estaba manchado de sangre, coloreando de rojo la hierba escarchada.
Boudica observó como los caídos eran recogidos por sus quejumbrosos familiares, que los llevaron al interior de las viviendas para llorarlos en soledad. Otras familias se mantenían unidas, sin apenas separarse, destrozados por la perdida de aquellos que los romanos se habían llevado como esclavos.
Pocas personas habían salido indemnes de su encuentro con los invasores: la mayoría de los icenos presentaban contusiones y distintas magulladuras por los golpes recibidos, sin contar con el dolor emocional que provocaba la desaparición de los seres queridos.
Sin embargo, una de las personas que más maltrecha había salido de su encuentro con los romanos había sido la propia Boudica. Cruelmente castigada y humillada, aquella mañana presentaba un aspecto demoledor: su rostro pálido y de rasgos angulosos estaba señalado por infinidad de moratones que iban desde el amarillo hasta el violeta. Un corte superficial cruzaba su mejilla izquierda y tenía los labios hinchados y tumefactos. Apenas podía moverse por el dolor de su espalda, cuya piel se encontraba rasgada por decenas de profundas y tormentosas laceraciones producidas por el maldito látigo. Las curas que le había practicado el druida del pueblo horas antes habían aliviado momentáneamente su dolor, pero a la luz del amanecer las molestias volvían con inusitada fuerza.
La mordedura del látigo quemaba, pero no tanto como el recuerdo de sus hijas violadas por los legionarios romanos. La reina aún no se podía quitar de la cabeza los gritos de las niñas, como si los estuviera escuchando en ese mismo momento. Boudica volvió la cabeza hacia su casa, cuyas ventanas dejaban entrever la profunda oscuridad que protegía a sus hijas del mundo exterior. Después de que los romanos abandonaran el pueblo, los soldados icenos habían recogido a las inconscientes muchachas y las habían llevado hasta su casa, de donde aún no se habían atrevido a salir.
- ¿Boudica?
La reina se volvió para encontrarse de frente con un hombre alto y corpulento, de desgreñadas barbas y cabellos rubios, cuyos rasgos estaban oscurecidos por las magulladuras y los cortes. Uno de sus ojos azules se encontraba rodeado de un surco violeta, como si le hubieran pegado un puñetazo.
- ¿Me has mandado llamar? – inquirió con voz cansada.
- Así es, Gawain – asintió Boudica, observándole con detenimiento – siento mucho lo que te ha pasado este noche – comentó.
Gawain suspiró y sus facciones se endurecieron. Pocas horas antes, los invasores se habían llevado como esclavo a su hijo de catorce años…y tal vez nunca volviera a verlo. De ahí los moratones que desfiguraban su rostro, pues había intentado evitarlo arremetiendo contra los legionarios, pero estos habían reaccionado con un salvajismo rayano en la crueldad. Suerte que no le hubiesen atravesado con las gladius, como había pasado con otros tantos desgraciados.
- Créeme que no te pediría este favor si hubiera otra solución, pero eres el mejor guerrero de todos los icenos y el hombre en el que más confío.
Gawain guardó silencio, agotado.
- Quiero que cojas el caballo más rápido que encuentres y galopes hasta las tierras de los trinovantes. Infórmales de lo que ha sucedido aquí y convócales a una reunión que se celebrará tan pronto como lleguen a tierra icena. De camino de vuelta, alerta a todas las tribus que encuentres de nuestra situación e invítales a acudir también a nuestro encuentro – Boudica hizo una pausa de unos segundos y luego añadió en un susurro – los romanos lamentarán habernos humillado de esta manera.
Gawain asintió.
- Estaré aquí lo más pronto posible.
El guerrero se volvió, dejando sola a su reina, cuyo rostro maltrecho empezó a iluminarse con el fantasma de una sonrisa carente de toda razón.
No pasó una semana antes de que Gawain regresara con las buenas nuevas: los líderes de los trinovantes, así como los de otras tribus que había localizado, se desplazarían en poco tiempo al encuentro de la reina icena. Ellos también habían sufrido bajo el yugo de los romanos, incluso habían llegado a perder su tierra, Trinovantia, por su avaricia y crueldad, y ardían en deseos de hacérselo pagar. De hecho, Asrico, el rey de los trinovantes, en cuanto hubo oído las palabras de Gawain, ordenó a su tribu que se abasteciera de todo lo necesario para emprender el viaje hasta el territorio iceno y que se llevara consigo todas las armas que pudiera. Este acto ya señalaba una buena predisposición a la lucha y Boudica se entusiasmó al conocer la noticia.
Sin embargo, los icenos ya estaban dispuestos para la guerra, aún en el hipotético caso de que los trinovantes y otras tribus se negaran a participar en su decisión. Boudica ya había ordenado la movilización de todo el pueblo, y tanto hombres como mujeres se preparaban para la ofensiva: las largas y pesadas espadas celtas empezaron a afilarse, los cascos comenzaron a adornar la cabeza de muchos, y las pinturas azules de glasto sustituyeron a las expresiones de desolación en los semblantes de los icenos. Las mujeres dejaron sus labores cotidianas para centrarse en el manejo de la maza o la espada, pues en la sociedad celta las mujeres eran famosas por su arrojo y ferocidad en la guerra; los niños mayores de diez años, así como los ancianos, cubrieron sus cuerpos con glasto, aquella pintura azulada que les hacía parecer más fieros y salvajes, y que además tenía cualidades antisépticas contra las heridas acaecidas durante el combate.
La sed de venganza se extendió por la tribu como un veneno, llegando a tocar a las hijas de Boudica, que tras permanecer unos días encerradas en su casa, temerosas del mundo exterior, se armaron de valor y salieron a la luz del sol con su atuendo de guerra ya puesto y las mejillas y las frentes teñidas de azul. En cuanto a Boudica, ella tampoco tardó en sacar a relucir su larga y afilada espada, cuya empuñadura labrada en ámbar no dejaba de asir en ningún momento.
El panorama que recibió a los trinovantes y a las otras tribus fue el de un pueblo listo para ir a la guerra, un pueblo que clamaba venganza y que ardía en deseos de derramar la sangre de los invasores.
- ¿Habrá algún trato suficientemente vergonzoso o doloroso que no hayamos sufrido desde que los romanos llegaron a Britania? – la pregunta de Boudica se perdió en la brisa gélida que recorría las suaves praderas verdes, en las que múltiples tribus britanas rodeaban a la reina icena, expectantes por las palabras que pronunciara a continuación, las que serían decisivas para convencer a los más escépticos o recelosos - ¿No es cierto que se han apoderado de casi todo lo que teníamos, y que luego nos han obligado a pagar impuestos por lo poco que nos quedaba? ¿Acaso no pagamos impuestos hasta por nuestros propios cuerpos, y además debemos poner estos mismos cuerpos al servicio de los romanos para arar y cuidar de sus campos? – un murmullo de asentimiento se extendió por la multitud - Nos engañaron con promesas de falsa amistad, nos embaucaron con engañosas alianzas que sólo sirvieron para esclavizarnos e invadirnos ¡y nos sometieron y humillaron hasta el límite de la crueldad! ¿Vamos a seguir dejando que nos dobleguen a su voluntad? ¿Qué se sigan llevando a nuestros hijos como esclavos y violen a nuestras hijas cada vez que pasen por nuestras tierras?
Gritos indignados se elevaron entre las tribus y Boudica alzó la voz para que sus palabras cobraran intensidad:
- ¿Quiénes son ellos para someter a Britania? ¿Con qué derecho nos hacen pagar impuestos, se aprovechan de nuestros cuerpos y nos humillan y hieren hasta la muerte? – Boudica paseó la mirada por la multitud - yo digo que no me someteré más ¡y exijo que a partir de ahora sean los romanos los que se dobleguen ante nosotros! – los britanos aullaron, enardecidos - ¡ que sean ellos los que sufran a nuestras manos! ¡Qué sea su sangre la que cubra la tierra de Alvión, y no la de nuestros hijos!
Soliviantados, los britanos apoyaron sus palabras con salvajes gritos e hicieron chocar sus armas contra sus rudimentarias armaduras, locos de rabia y excitación. Boudica alzó las manos al cielo.
- ¡Y gracias a Andraste, la diosa de la victoria, nuestra será la venganza que tanto ansiamos!
Los britanos guardaron silencio ante el grito de Boudica, quien cerró los ojos mientras sus labios musitaban palabras tan quebradas y débiles que nadie las oyó salvo ella misma y el viento que envolvía el lugar, que las arrastró lejos de allí, tal vez hacia el olvido, puede que hacia el lugar donde moran los dioses. Y de repente, como escuchando la plegaria silenciosa de Boudica y ante la asombrada mirada de las tribus insurrectas, de la túnica multicolor que envolvía a la reina icena, saltó una liebre, animal sagrado para los britanos. La criatura, de orejas largas y pelaje canela, saltó grácilmente hacia el cobijo del bosque, en dirección oeste, justo en la que se encontraba el campamento romano más cercano.
- La señal es clara – dijo Boudica, alzando la voz, con la vista perdida en el lugar por donde había desparecido la liebre - ¡Andraste nos asegura la victoria ante los romanos! ¡Alabados sean los dioses, que prometen resarcir nuestras ansias de venganza!
Los gritos en los que prorrumpieron los britanos fueron ensordecedores, atronadores, como si un trueno resquebrajara la tierra en aquel mismo segundo.
lunes, 22 de marzo de 2010
Melodía de luna llena
La frágil y triste melodía procedente del gran piano de cola bañaba la casa en penumbra, en apariencia deshabitada, alejando el silencio que tendría que reinar sobre las vacías habitaciones cubiertas de polvo.
Unos dedos níveos y delicados recorrían las teclas blancas y negras del piano ubicado en la parte central del gran salón lóbrego y frío. Sábanas blancas cubrían los muebles de la sala; el suelo, en principio de inmaculado mármol, estaba tapizado por una ligera capa de polvo, al igual que las estanterías huecas de colorido. Lo único que parecía sobresalir en aquel mar de blanco y gris era el piano negro y la delgada figura que se sentaba ante él, tocando la melancólica melodía. Sus frágiles dedos níveos revoloteaban con gracilidad sobre las teclas, produciendo la armoniosa aunque lánguida música que se extendía por la gran mansión en forma de tenue eco.
La gran luna llena invernal se alzaba tras los cristales sucios, alumbrando con su luz argéntea el interior de la mansión. El piano negro de cola emitía brillos plateados ante los haces de la luna llena mientras la delgada figura seguía erguida sobre las teclas, cual bella y magnífica estatua blanca; sólo sus blancos dedos de cristal se movían, danzando con elegancia sobre el piano.
Después de unos instantes, las manos frenaron su grácil paseo por las teclas y la triste melodía se perdió en el silencio de la casa. La quietud habitual se adueñó de la morada, sumida ahora en las luces nocturnas de la luna y las estrellas. Hacía frío: una brisa suave recorría las habitaciones, tan tenue que sólo era perceptible por la helada sensación que transmitía.
De pronto, un ruido quebró el mutismo reinante, destrozándolo de manera atroz y violenta.
La figura del piano se estremeció y miró un momento a su alrededor. Sus largos cabellos rubios enmarcaban el rostro anguloso de una joven, cuyo único tizne de color era el de sus ojos, de una desvaída irisación azul. Su delgada silueta estaba cubierta por un vestido blanco. Parecía tan delicada como una muñeca de porcelana, daba la impresión de romperse en mil añicos con el más mínimo roce. Sus manos delicadas y blancas como la nieve seguían rozando las teclas del piano.
La mirada vacía y carente de emoción de la muchacha recorrió el salón hasta posarse en la puerta acristalada, donde se erguía la alta figura de un individuo iluminada por una ventana cercana, por cuyos cristales sucios lograba introducirse la luz de la luna llena. El desconocido, cuyo pelo azabache parecía brillar en la penumbra, esbozó una sonrisa en su rostro juvenil de rasgos sugestivos aunque igual de pálidos que los de la joven. Las ojeras violáceas y sus labios amoratados otorgaban a su aspecto, ya de por sí amedrentador, un aire tétrico y escalofriante. Sus ojos del color de la plata se clavaron en ella, insondables y la chica reprimió un nuevo estremecimiento de miedo.
- Debussy. Claro de Luna – susurró el joven con voz tan gélida como la hiel mientras se apartaba de la puerta – por fin te la aprendiste.
Avanzó por el salón cubierto de polvo con una ligereza pasmosa y se colocó al lado de la chica, que esta vez no pudo evitar un escalofrío de miedo y asco.
- Sí – pudo decir.
Sintió la mano del individuo acariciándole el pelo y ella empezó a temblar de puro terror mientras la sangre que corría por sus venas se convertía en puro hielo.
- Ha llegado tu hora, Giséle – dijo la acerada y fría voz de él en su oído.
El instinto de Giséle se puso en alerta ante aquellas palabras. Instigó a la joven para que se levantara de un salto y corriera hacia la puerta y así huir del demonio que se alzaba ante ella y que, de un momento a otro, acabaría con su vida de un plumazo…sólo para beber su sangre y sobrevivir unos meses más.
Intentó levantarse pero sus piernas estaban paralizadas por el miedo y no le respondieron. Presa del pánico, alzó sus pálidos ojos azules hacia el chico y lo que vio la dejó muda de horror, ni siquiera sus cuerdas vocales fueron capaces de conjurar un grito de espanto: el joven estaba inclinado sobre ella, con una escalofriante sonrisa pintada en sus amoratados labios, dejando entrever unos afilados y letales colmillos blancos. Sus ojos argénteos brillaron con un resplandor acerado y letal.
Giséle, angustiada, intentó levantarse de su asiento y huir, correr hacia el infinito, hacia un lugar donde él no la alcanzase, un sitio quimérico que sólo existía en su imaginación. Lanzó un quebrado alarido de terror que se perdió entre las paredes de la gélida mansión, como tantos otros aullidos provenientes de las gargantas de decenas de jóvenes aterradas. El aire, frío y pesado, disolvió el grito de Giséle con una rapidez y voracidad terroríficas, volviendo la pulsante y turbadora quietud a reinar como dueña indiscutible de aquel helado infierno.
El chico de los ojos plateados, imperturbable ante el terror de su víctima, bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron el cuello de Giséle. La tez de la joven palideció cuando los fríos y ásperos labios del joven le besaron con suavidad en la piel del cuello, con una dulzura que ella creyó inexistente en él. Y entonces sobrevino el dolor: Giséle sintió el aliento helado del joven en su piel cuando éste entreabrió los labios; luego, sus colmillos se clavaron con lentitud, casi con ternura, en su cuello, causándole una terrible y lacerante agonía. Sintió el veneno de los colmillos del joven extendiéndose por sus venas, corroyendo su sangre, emponzoñando su cuerpo.
- No… – pudo susurrar.
De pronto, ante su mirada anegada de lágrimas, aparecieron los inconfundibles ojos plateados de él, brillantes de ansiedad.
- Pronto habré terminado. No temas - su voz habitualmente acerada contenía ahora un tono alterado e impaciente.
Giséle sintió una caricia sobre su mejilla, pero estaba demasiado cansada para reaccionar siquiera. El dolor iba remitiendo excepto en la zona de la mordedura y su mente se iba sumiendo poco a poco en la negrura de la muerte. Intentó luchar contra la oscuridad, pero una misteriosa e implacable fuerza golpeó su voluntad con tal potencia que la joven se quedó lívida, dejándose llevar al pozo profundo y preñado de sombras del que era dueña la muerte. Debilitada, cayó en los brazos del vampiro cual marchita hoja de otoño. Sus ojos azules se clavaron en la gran luna llena de invierno para no moverse nunca más.
domingo, 14 de febrero de 2010
Entre la vida y la muerte
Las olas del mar chocan furiosas contra la pared del rocoso acantilado y el sol se empieza a poner en el horizonte anaranjado. Doy unos pasos al frente, decidida, y me sitúo en lo alto del acantilado. Mis pies descalzos se deslizan por la hierba húmeda de un modo tan grácil y ligero que me parece estar soñando. Las aves marinas vuelan en el cielo rosáceo, inundando el lugar con sus gorjeos y muriendo éstos luego a causa del rabioso sonido de las olas del mar impactando contra la pared del acantilado. La brisa dulce y cálida proveniente del mar me roza el rostro suavemente y juguetea con mi pelo mientras el sol poniente me acaricia la piel con sus últimos haces de luz.
Cierro los ojos, disfrutando de aquella sensación por última vez. Cuándo los vuelvo a abrir, unas silenciosas lágrimas llenas de dolor y amargura surcan mis pálidas mejillas, mis lágrimas finales.
Estoy decidida ha hacerlo, quiero hacerlo pero…a pesar de todo, me resulta muy amargo despedirme de la vida. Pero se que es lo mejor, si no quiero seguir sufriendo es mejor así. Los recuerdos empiezan a atormentarme, impiden que de un paso más. La vida intenta encadenarme a ella pero de un modo tan cruel y despiadado que unas lágrimas cargadas de rabia resbalan por mis mejillas. Alzo la cabeza con un esfuerzo supremo. No permitiré que la vida intenté jugar conmigo de nuevo, no de esa manera.
Observo, por última vez, como el sol se va escondiendo poco a poco tras el inmenso mar. Ha llegado mi hora. Cerrando los ojos con fuerza, me impulso y salto. Siento que caigo, que mi cuerpo rasga el aire. Soy consciente de que voy a morir y sin embargo, no tengo miedo.
Con una sonrisa, me pierdo en las oscuras aguas del mar mientras la última y lánguida brizna de sol desaparece conmigo en el inmenso océano.
Siento mi cuerpo – de pronto increíblemente ligero – flotando en el aire. Abro los ojos lentamente, como si despertase de un largo y hermoso sueño, y miro a mí alrededor. Me encuentro suspendida en medio del extraño cielo de una noche oscura y sin luna. Las brillantes constelaciones me rodean y el cosmos azul oscuro tiñe mi cuerpo de un extraño y débil color azulado eléctrico. Lanzo una exclamación ahogada al contemplar mis manos translucidas, etéreas, apenas iluminadas por el fulgor garzo que colorea el ambiente. Como si fuese un fantasma, como si estuviera muerta. ¿De verdad lo estoy?
Mis pies transparentes no tocan ningún terreno sólido, estoy suspendida en medio de la nada, contemplando las constelaciones de distintos e intensos colores.
De pronto, un rayo surge en medio del cielo y hiende en el firmamento seguido por un ensordecedor trueno que aturde todos mis sentidos. Sacudo la cabeza y empiezo a temblar. No se dónde estoy, ni que hago en este lugar. Lo único que recuerdo es haberme tirado por el acantilado y… nada más. Miró a mí alrededor, confusa y atemorizada.
De repente, dos figuras borrosas aparecen en la lejanía, en medio del infinito cielo azul. Entorno los ojos, intentando distinguir quienes son pero están demasiado lejos. Poco a poco, los rasgos de las dos siluetas se van haciendo visibles a medida que avanzan. Cuando ya están a escasos metros de mí consigo vislumbrar sus rostros. Los ojos se me abren al máximo al contemplar a dos mujeres, las cuales, se yerguen ante mi imponentes, hermosas y sobrecogedoras. Ambas entrelazan sus brazos con los de la otra y me miran con gesto indiferente.
Una de ellas es una mujer joven de cabellos dorados, largos y ondulados que le caen delicadamente por la espalda. En su tez morena de rasgos armoniosos y suaves se dibuja una sonrisa hermosa pero a la vez triste e indiferente. Sus ojos del color del trigo tienen un brillo sabio y a la vez, comprensivo. Luce un delicado vestido de fina seda blanca que le llega hasta los tobillos y sus pies descalzos se deslizan elegantemente por el vacío. Uno de sus morenos brazos desnudos se entrelaza con el de la otra mujer mientras que el otro está tendido hacia mí.
La otra joven, por su parte, tiene el cabello negro como ala de cuervo y algunos mechones oscuros le caen sobre la tez, contrastando notablemente con su pálida piel. Sus labios, finos y blancos, no muestran sonrisa alguna y sus ojos, de intenso color azul, y en lo más profundo de su mirada cerúlea se percibe un débil destello de devastadora melancolía. Sus ropas son negras como el plumaje de un ave de mal agüero. Sus blancas y frágiles manos están manchadas de abundante sangre y colorean de rojo los morenos y delicados dedos de la otra mujer. Uno de sus brazos está tendido hacia mi igual que los de la otra muchacha.
Intuyo quienes son, lo sé. En lo más profundo de mi ser, sé quienes son esas dos jóvenes, se que representan. Ya está, por fin ha llegado el momento de dejar atrás la vida. Trago saliva y miro fijamente a las dos mujeres que representan a la Vida y a la Muerte.
Contemplo sus rostros etéreos, hermosos y eternamente jóvenes, sobrecogida. La Vida sigue teniendo una sonrisa pintada en sus rojos labios pero el rostro de la Muerte sigue siendo inexpresivo. Ninguna de las dos pronuncia una sola palabra.
Agacho la cabeza, temblando. En mi mano está volver a cambiarlo todo…sólo con alzar mi mano y agarrar la de la Vida. Pero ¿quiero hacerlo? ¿De verdad quiero volver a padecer lo indecible? ¿Por qué no acabar con todo de una vez? Alzo la cabeza con resolución y fijo la mirada en ambas mujeres.
Ya sé lo que tengo que hacer, lo sé. Doy un paso al frente y alzo una mano temblorosa. Los ojos de las dos jóvenes están clavados en mí, expectantes y pacientes, o por lo menos eso me parece a mí. De repente, el rostro de la Muerte muestra una sonrisa casi imperceptible al verme levantar la mano. Ya está, ahí está. Agarro la mano de la Muerte con decisión y la sangre me mancha los dedos. La sonrisa de ella se ensancha y siento, de pronto, como un frío glacial me recorre el brazo hasta el hombro para luego extenderse por el resto de mi cuerpo. La Muerte me agarra con fuerza la mano y percibo el insoportable dolor que ataca mi mente como si de mil agujas se tratase. Intento gritar, pero mis labios permanecen mudos. El frío se expande por todo mí ser en forma de veneno, que corre por mis venas rabiosa e inhumanamente. Un pesado e inusitado sopor se apodera de mi cuerpo y mi mente, los párpados se me van cerrando mientras el sufrimiento mortifica mi cuerpo. Lucho contra el sueño que intenta dominarme pero no puedo hacer nada, ya no. El insoportable suplicio me hace caer a los pies de la Muerte, estremeciéndome a causa del angustioso tormento y el insoportable frío. De nuevo intento gritar, pero mis cuerdas vocales no me responden y mientras, el dolor se va extendiendo lenta pero inexorablemente por todo mi cuerpo.
La Muerte sigue agarrando con fuerza mi mano y sus ojos azules, antes fríos como témpanos de hielo, me contemplan ahora con una mezcla de diversión y tristeza. Ladeo la cabeza, agotada, deseando con toda mi alma que todo termine de una vez por todas. Los párpados se me van juntando poco a poco a pesar de mi esfuerzo para mantenerlos abiertos.
Y entonces, como herida por un rayo, comprendo cuán grande fue mi error al coger la mano de la parca. Tuve que haber elegido a la Vida y no a la Muerte, pues la Vida me ofrecía sorpresas maravillosas, emociones y aventuras, algo que la Muerte jamás podría darme pues solo me ofrecía paz y descanso, pero también más frío y dolor del que hubiese tenido en vida. Al comprenderlo, intento llorar a causa de la amargura y la desolación que invaden mi corazón, pero es inútil. Ni una sola lágrima corre por mis mejillas. Mis ojos ni siquiera se humedecen, están secos. Intento gritar pero, una vez más, mis cuerdas vocales me traicionan. El dolor se intensifica, me muerdo la lengua para intentar contrarrestarlo con un sufrimiento más intenso y dejo caer la cabeza junto a los pies de la Muerte, que sigue sin soltarme la mano.
Lo último que saboreo es el sabor amargo de la propia sangre proveniente de mi lengua.
Lo último que huelo, el olor dulzón que desprende la Muerte.
Lo último que siento, el áspero, desagradable y helado tacto de la piel de la joven sobre mi mano.
Lo último que oigo, el estremecedor sonido del trueno.
Lo último que veo, los ojos del color del trigo de la Vida, que me observan con una mezcla de comprensión, tristeza y dolor refulgiendo en lo más profundo de su mirada dorada.
Y lo último que pienso es en lo hermoso que habría sido volver a experimentar los rayos del sol de la mañana acariciándome la piel, la suave brisa jugueteando con mis cabellos, el tacto de la hierba empapada de rocío; volver a ver por ultima vez el fulgor argénteo de la luna llena sobre un cielo nocturno plagado de brillantes estrellas, los siete colores del arco iris sobre una verde e infinita pradera, los resplandecientes y cálidos rayos del sol naciente alumbrando un nuevo día con su anaranjada y suave luz…
Mis ojos se cierran al fin y mi corazón deja de latir, cansado ya de tanto sufrir. Mi cuerpo muere con los latidos de mi corazón. Y mientras, unas negras brumas se van apoderando de mi mente, arrojándola de forma cruel y violenta al más gélido y oscuro pozo sin fondo para no dejarla escapar jamás de las sombras.
Para sumirla en el Sueño Eterno.
Para encadenarla a la noche sempiterna sin luna ni estrellas.
Para hacerla cautiva del mundo glacial y negro que rige la Muerte.
Cierro los ojos, disfrutando de aquella sensación por última vez. Cuándo los vuelvo a abrir, unas silenciosas lágrimas llenas de dolor y amargura surcan mis pálidas mejillas, mis lágrimas finales.
Estoy decidida ha hacerlo, quiero hacerlo pero…a pesar de todo, me resulta muy amargo despedirme de la vida. Pero se que es lo mejor, si no quiero seguir sufriendo es mejor así. Los recuerdos empiezan a atormentarme, impiden que de un paso más. La vida intenta encadenarme a ella pero de un modo tan cruel y despiadado que unas lágrimas cargadas de rabia resbalan por mis mejillas. Alzo la cabeza con un esfuerzo supremo. No permitiré que la vida intenté jugar conmigo de nuevo, no de esa manera.
Observo, por última vez, como el sol se va escondiendo poco a poco tras el inmenso mar. Ha llegado mi hora. Cerrando los ojos con fuerza, me impulso y salto. Siento que caigo, que mi cuerpo rasga el aire. Soy consciente de que voy a morir y sin embargo, no tengo miedo.
Con una sonrisa, me pierdo en las oscuras aguas del mar mientras la última y lánguida brizna de sol desaparece conmigo en el inmenso océano.
Siento mi cuerpo – de pronto increíblemente ligero – flotando en el aire. Abro los ojos lentamente, como si despertase de un largo y hermoso sueño, y miro a mí alrededor. Me encuentro suspendida en medio del extraño cielo de una noche oscura y sin luna. Las brillantes constelaciones me rodean y el cosmos azul oscuro tiñe mi cuerpo de un extraño y débil color azulado eléctrico. Lanzo una exclamación ahogada al contemplar mis manos translucidas, etéreas, apenas iluminadas por el fulgor garzo que colorea el ambiente. Como si fuese un fantasma, como si estuviera muerta. ¿De verdad lo estoy?
Mis pies transparentes no tocan ningún terreno sólido, estoy suspendida en medio de la nada, contemplando las constelaciones de distintos e intensos colores.
De pronto, un rayo surge en medio del cielo y hiende en el firmamento seguido por un ensordecedor trueno que aturde todos mis sentidos. Sacudo la cabeza y empiezo a temblar. No se dónde estoy, ni que hago en este lugar. Lo único que recuerdo es haberme tirado por el acantilado y… nada más. Miró a mí alrededor, confusa y atemorizada.
De repente, dos figuras borrosas aparecen en la lejanía, en medio del infinito cielo azul. Entorno los ojos, intentando distinguir quienes son pero están demasiado lejos. Poco a poco, los rasgos de las dos siluetas se van haciendo visibles a medida que avanzan. Cuando ya están a escasos metros de mí consigo vislumbrar sus rostros. Los ojos se me abren al máximo al contemplar a dos mujeres, las cuales, se yerguen ante mi imponentes, hermosas y sobrecogedoras. Ambas entrelazan sus brazos con los de la otra y me miran con gesto indiferente.
Una de ellas es una mujer joven de cabellos dorados, largos y ondulados que le caen delicadamente por la espalda. En su tez morena de rasgos armoniosos y suaves se dibuja una sonrisa hermosa pero a la vez triste e indiferente. Sus ojos del color del trigo tienen un brillo sabio y a la vez, comprensivo. Luce un delicado vestido de fina seda blanca que le llega hasta los tobillos y sus pies descalzos se deslizan elegantemente por el vacío. Uno de sus morenos brazos desnudos se entrelaza con el de la otra mujer mientras que el otro está tendido hacia mí.
La otra joven, por su parte, tiene el cabello negro como ala de cuervo y algunos mechones oscuros le caen sobre la tez, contrastando notablemente con su pálida piel. Sus labios, finos y blancos, no muestran sonrisa alguna y sus ojos, de intenso color azul, y en lo más profundo de su mirada cerúlea se percibe un débil destello de devastadora melancolía. Sus ropas son negras como el plumaje de un ave de mal agüero. Sus blancas y frágiles manos están manchadas de abundante sangre y colorean de rojo los morenos y delicados dedos de la otra mujer. Uno de sus brazos está tendido hacia mi igual que los de la otra muchacha.
Intuyo quienes son, lo sé. En lo más profundo de mi ser, sé quienes son esas dos jóvenes, se que representan. Ya está, por fin ha llegado el momento de dejar atrás la vida. Trago saliva y miro fijamente a las dos mujeres que representan a la Vida y a la Muerte.
Contemplo sus rostros etéreos, hermosos y eternamente jóvenes, sobrecogida. La Vida sigue teniendo una sonrisa pintada en sus rojos labios pero el rostro de la Muerte sigue siendo inexpresivo. Ninguna de las dos pronuncia una sola palabra.
Agacho la cabeza, temblando. En mi mano está volver a cambiarlo todo…sólo con alzar mi mano y agarrar la de la Vida. Pero ¿quiero hacerlo? ¿De verdad quiero volver a padecer lo indecible? ¿Por qué no acabar con todo de una vez? Alzo la cabeza con resolución y fijo la mirada en ambas mujeres.
Ya sé lo que tengo que hacer, lo sé. Doy un paso al frente y alzo una mano temblorosa. Los ojos de las dos jóvenes están clavados en mí, expectantes y pacientes, o por lo menos eso me parece a mí. De repente, el rostro de la Muerte muestra una sonrisa casi imperceptible al verme levantar la mano. Ya está, ahí está. Agarro la mano de la Muerte con decisión y la sangre me mancha los dedos. La sonrisa de ella se ensancha y siento, de pronto, como un frío glacial me recorre el brazo hasta el hombro para luego extenderse por el resto de mi cuerpo. La Muerte me agarra con fuerza la mano y percibo el insoportable dolor que ataca mi mente como si de mil agujas se tratase. Intento gritar, pero mis labios permanecen mudos. El frío se expande por todo mí ser en forma de veneno, que corre por mis venas rabiosa e inhumanamente. Un pesado e inusitado sopor se apodera de mi cuerpo y mi mente, los párpados se me van cerrando mientras el sufrimiento mortifica mi cuerpo. Lucho contra el sueño que intenta dominarme pero no puedo hacer nada, ya no. El insoportable suplicio me hace caer a los pies de la Muerte, estremeciéndome a causa del angustioso tormento y el insoportable frío. De nuevo intento gritar, pero mis cuerdas vocales no me responden y mientras, el dolor se va extendiendo lenta pero inexorablemente por todo mi cuerpo.
La Muerte sigue agarrando con fuerza mi mano y sus ojos azules, antes fríos como témpanos de hielo, me contemplan ahora con una mezcla de diversión y tristeza. Ladeo la cabeza, agotada, deseando con toda mi alma que todo termine de una vez por todas. Los párpados se me van juntando poco a poco a pesar de mi esfuerzo para mantenerlos abiertos.
Y entonces, como herida por un rayo, comprendo cuán grande fue mi error al coger la mano de la parca. Tuve que haber elegido a la Vida y no a la Muerte, pues la Vida me ofrecía sorpresas maravillosas, emociones y aventuras, algo que la Muerte jamás podría darme pues solo me ofrecía paz y descanso, pero también más frío y dolor del que hubiese tenido en vida. Al comprenderlo, intento llorar a causa de la amargura y la desolación que invaden mi corazón, pero es inútil. Ni una sola lágrima corre por mis mejillas. Mis ojos ni siquiera se humedecen, están secos. Intento gritar pero, una vez más, mis cuerdas vocales me traicionan. El dolor se intensifica, me muerdo la lengua para intentar contrarrestarlo con un sufrimiento más intenso y dejo caer la cabeza junto a los pies de la Muerte, que sigue sin soltarme la mano.
Lo último que saboreo es el sabor amargo de la propia sangre proveniente de mi lengua.
Lo último que huelo, el olor dulzón que desprende la Muerte.
Lo último que siento, el áspero, desagradable y helado tacto de la piel de la joven sobre mi mano.
Lo último que oigo, el estremecedor sonido del trueno.
Lo último que veo, los ojos del color del trigo de la Vida, que me observan con una mezcla de comprensión, tristeza y dolor refulgiendo en lo más profundo de su mirada dorada.
Y lo último que pienso es en lo hermoso que habría sido volver a experimentar los rayos del sol de la mañana acariciándome la piel, la suave brisa jugueteando con mis cabellos, el tacto de la hierba empapada de rocío; volver a ver por ultima vez el fulgor argénteo de la luna llena sobre un cielo nocturno plagado de brillantes estrellas, los siete colores del arco iris sobre una verde e infinita pradera, los resplandecientes y cálidos rayos del sol naciente alumbrando un nuevo día con su anaranjada y suave luz…
Mis ojos se cierran al fin y mi corazón deja de latir, cansado ya de tanto sufrir. Mi cuerpo muere con los latidos de mi corazón. Y mientras, unas negras brumas se van apoderando de mi mente, arrojándola de forma cruel y violenta al más gélido y oscuro pozo sin fondo para no dejarla escapar jamás de las sombras.
Para sumirla en el Sueño Eterno.
Para encadenarla a la noche sempiterna sin luna ni estrellas.
Para hacerla cautiva del mundo glacial y negro que rige la Muerte.
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