lunes, 22 de marzo de 2010

Melodía de luna llena


La frágil y triste melodía procedente del gran piano de cola bañaba la casa en penumbra, en apariencia deshabitada, alejando el silencio que tendría que reinar sobre las vacías habitaciones cubiertas de polvo.
Unos dedos níveos y delicados recorrían las teclas blancas y negras del piano ubicado en la parte central del gran salón lóbrego y frío. Sábanas blancas cubrían los muebles de la sala; el suelo, en principio de inmaculado mármol, estaba tapizado por una ligera capa de polvo, al igual que las estanterías huecas de colorido. Lo único que parecía sobresalir en aquel mar de blanco y gris era el piano negro y la delgada figura que se sentaba ante él, tocando la melancólica melodía. Sus frágiles dedos níveos revoloteaban con gracilidad sobre las teclas, produciendo la armoniosa aunque lánguida música que se extendía por la gran mansión en forma de tenue eco.
La gran luna llena invernal se alzaba tras los cristales sucios, alumbrando con su luz argéntea el interior de la mansión. El piano negro de cola emitía brillos plateados ante los haces de la luna llena mientras la delgada figura seguía erguida sobre las teclas, cual bella y magnífica estatua blanca; sólo sus blancos dedos de cristal se movían, danzando con elegancia sobre el piano.
Después de unos instantes, las manos frenaron su grácil paseo por las teclas y la triste melodía se perdió en el silencio de la casa. La quietud habitual se adueñó de la morada, sumida ahora en las luces nocturnas de la luna y las estrellas. Hacía frío: una brisa suave recorría las habitaciones, tan tenue que sólo era perceptible por la helada sensación que transmitía.
De pronto, un ruido quebró el mutismo reinante, destrozándolo de manera atroz y violenta.
La figura del piano se estremeció y miró un momento a su alrededor. Sus largos cabellos rubios enmarcaban el rostro anguloso de una joven, cuyo único tizne de color era el de sus ojos, de una desvaída irisación azul. Su delgada silueta estaba cubierta por un vestido blanco. Parecía tan delicada como una muñeca de porcelana, daba la impresión de romperse en mil añicos con el más mínimo roce. Sus manos delicadas y blancas como la nieve seguían rozando las teclas del piano.
La mirada vacía y carente de emoción de la muchacha recorrió el salón hasta posarse en la puerta acristalada, donde se erguía la alta figura de un individuo iluminada por una ventana cercana, por cuyos cristales sucios lograba introducirse la luz de la luna llena. El desconocido, cuyo pelo azabache parecía brillar en la penumbra, esbozó una sonrisa en su rostro juvenil de rasgos sugestivos aunque igual de pálidos que los de la joven. Las ojeras violáceas y sus labios amoratados otorgaban a su aspecto, ya de por sí amedrentador, un aire tétrico y escalofriante. Sus ojos del color de la plata se clavaron en ella, insondables y la chica reprimió un nuevo estremecimiento de miedo.
- Debussy. Claro de Luna – susurró el joven con voz tan gélida como la hiel mientras se apartaba de la puerta – por fin te la aprendiste.
Avanzó por el salón cubierto de polvo con una ligereza pasmosa y se colocó al lado de la chica, que esta vez no pudo evitar un escalofrío de miedo y asco.
- Sí – pudo decir.
Sintió la mano del individuo acariciándole el pelo y ella empezó a temblar de puro terror mientras la sangre que corría por sus venas se convertía en puro hielo.
- Ha llegado tu hora, Giséle – dijo la acerada y fría voz de él en su oído.
El instinto de Giséle se puso en alerta ante aquellas palabras. Instigó a la joven para que se levantara de un salto y corriera hacia la puerta y así huir del demonio que se alzaba ante ella y que, de un momento a otro, acabaría con su vida de un plumazo…sólo para beber su sangre y sobrevivir unos meses más.
Intentó levantarse pero sus piernas estaban paralizadas por el miedo y no le respondieron. Presa del pánico, alzó sus pálidos ojos azules hacia el chico y lo que vio la dejó muda de horror, ni siquiera sus cuerdas vocales fueron capaces de conjurar un grito de espanto: el joven estaba inclinado sobre ella, con una escalofriante sonrisa pintada en sus amoratados labios, dejando entrever unos afilados y letales colmillos blancos. Sus ojos argénteos brillaron con un resplandor acerado y letal.
Giséle, angustiada, intentó levantarse de su asiento y huir, correr hacia el infinito, hacia un lugar donde él no la alcanzase, un sitio quimérico que sólo existía en su imaginación. Lanzó un quebrado alarido de terror que se perdió entre las paredes de la gélida mansión, como tantos otros aullidos provenientes de las gargantas de decenas de jóvenes aterradas. El aire, frío y pesado, disolvió el grito de Giséle con una rapidez y voracidad terroríficas, volviendo la pulsante y turbadora quietud a reinar como dueña indiscutible de aquel helado infierno.
El chico de los ojos plateados, imperturbable ante el terror de su víctima, bajó la cabeza hasta que sus labios rozaron el cuello de Giséle. La tez de la joven palideció cuando los fríos y ásperos labios del joven le besaron con suavidad en la piel del cuello, con una dulzura que ella creyó inexistente en él. Y entonces sobrevino el dolor: Giséle sintió el aliento helado del joven en su piel cuando éste entreabrió los labios; luego, sus colmillos se clavaron con lentitud, casi con ternura, en su cuello, causándole una terrible y lacerante agonía. Sintió el veneno de los colmillos del joven extendiéndose por sus venas, corroyendo su sangre, emponzoñando su cuerpo.
- No… – pudo susurrar.
De pronto, ante su mirada anegada de lágrimas, aparecieron los inconfundibles ojos plateados de él, brillantes de ansiedad.
- Pronto habré terminado. No temas - su voz habitualmente acerada contenía ahora un tono alterado e impaciente.
Giséle sintió una caricia sobre su mejilla, pero estaba demasiado cansada para reaccionar siquiera. El dolor iba remitiendo excepto en la zona de la mordedura y su mente se iba sumiendo poco a poco en la negrura de la muerte. Intentó luchar contra la oscuridad, pero una misteriosa e implacable fuerza golpeó su voluntad con tal potencia que la joven se quedó lívida, dejándose llevar al pozo profundo y preñado de sombras del que era dueña la muerte. Debilitada, cayó en los brazos del vampiro cual marchita hoja de otoño. Sus ojos azules se clavaron en la gran luna llena de invierno para no moverse nunca más.