Tercera parte
Sangre y veneno
Como en Camulodunum, los britanos no se quedaron mucho tiempo en Londinium, disfrutando de su triunfo. Tras desahogar su rabia contra los ciudadanos romanos y reducir Londinium a tristes y frías cenizas, siguieron su camino, sembrando la destrucción y el dolor por cada tierra que pasaban. Múltiples aldeas cayeron bajo su poder, siendo arrasadas sin compasión ni piedad. Boudica era implacable: nadie debía quedar con vida tras su paso, ni siquiera los animales de trabajo. Todo debía ser destruido y aniquilado.
La siguiente ciudad con la que se encontraron, Verulanium, corrió la misma suerte que las otras dos, y Suetonio Paulino tampoco pudo llegar a tiempo. El gobernador, frustrado, hizo llamar a diferentes legiones para hacer frente al ejército rebelde, con la esperanza de eliminarlo de una vez por todas. A su llamada acudieron la IX Augusta, la XIV Germana, la XX Valeria Victroix y una serie de auxiliares que engrosaron las filas de su ejército, pero que no llegaban ni de lejos a igualar a las tropas britanas en número, aunque sí en experiencia, habilidad y organización. Por ello, Suetonio Paulino decidió presentar batalla. Desde la masacrada Verulanium, adelantaron al ejército de Boudica y esperaron su llegada en el terreno elegido para la batalla: un desfiladero con paredes en terraza en los flancos, con una pendiente descendente ante el ejército romano y un espeso bosque tras él, impidiendo su huida en el caso de que todo saliera mal pero imposibilitando que los britanos los atacaran por la espalda y a traición.
Boudica no se esperaba encontrar un ejército de tal magnitud impidiendo su paso por el desfiladero, pero eso no la amedrentó, a pesar del imponente aspecto que presentaban los legionarios con sus cascos y armas brillando a la luz del mustio sol del otoño. Boudica detuvo su carro de combate, observó un momento la formidable hueste enemiga que tenía delante y gritó a los hombres y mujeres que conformaban la suya:
- ¡Ganaremos esta batalla o moriremos! Eso es lo que yo, que soy mujer, me propongo hacer ¡que los hombres vivan esclavos si lo desean!
Y con un alarido se lanzó en dirección a los romanos, seguida de varias mujeres icenas que gritaban y reían al mismo tiempo. Todo el ejército britano las siguió dos segundos después, enarbolando sus espadas y sus hachas con primitivo júbilo, convencidos de que la victoria también sería suya en esa ocasión.
Suetonio actuó rápido. Al ver como los bárbaros se les echaban encima, mandó a la infantería ligera, respaldada por la infantería pesada, que avanzara en cuña hacia el enemigo con las lanzas colocadas en posición horizontal. Los britanos chocaron de lleno contra aquella muralla impávida, y muchos de ellos quedaron ensartados en las lanzas romanas mientras otros morían bajo el filo de las gladius, que salían rápidas de entre los escudos, apenas rayos acerados que buscaban los cuerpos desprotegidos de los rebeldes, para luego esconderse de nuevo convertidos en filos manchados de escarlata. El ambiente no tardó en impregnarse con el olor dulzón de la sangre y con los lamentos y los alaridos de los heridos y los agonizantes.
Los britanos, confundidos ante aquella defensa convertida en embestida, intentaron reagruparse, pero en ese momento Suetonio dio la orden de ataque a la caballería, cuyos corceles machacaron todo lo que se puso bajo sus poderosos cascos mientras las espadas de los jinetes no dejaban de atravesar a los confundidos y aterrorizados rebeldes. La cuña de la infantería ligera, sin embargo, siguió avanzando hasta llegar a los carros de combate, donde se encontraban los niños, los ancianos y todo aquel que era demasiado débil para combatir; y los masacraron, hundiendo el ánimo de los britanos.
Éstos, humillados y a punto de ser liquidados, emprendieron la huida perseguidos por los legionarios romanos. Boudica fue una de las últimas en emprender la retirada: al ver como su gente era atravesada sin piedad por las gladius, y como sus cuerpos cubrían en su mayoría el desfiladero como si de una macabra alfombra se tratara, se rindió a la derrota y abandonó el campo de batalla corriendo y acompañada de sus hijas, con los ojos arrasados en lágrimas al ver a sus congéneres, a su pueblo, caídos a los pies de Roma.
Habían perdido, sí, pero no permitiría que los romanos la volvieran a coger…y la volvieran a humillar, y convirtieran su muerte en un espectáculo público, como seguramente hicieran. No, no estaba dispuesta a ello. Mientras se alejaba lo más deprisa que podía, Boudica tomó una decisión, y tomando la dirección opuesta al ejército de Suetonio, se internó en un bosque cercano. Junto a sus hijas, siguió un angosto sendero casi cubierto por la maleza que lo rodeaba pero que, estaba segura, llegaba al corazón del bosque. Detrás de ellas, a una considerable distancia, Boudica podía oír los gritos de los romanos, que perseguían a los britanos fugados, ávidos de más sangre. La reina icena aceleró el paso: no permitiría que la cogieran, y menos a sus hijas.
Las muchachas preguntaron, inquietas, el lugar de su destino, a lo que su madre respondió:
- Volvemos al seno de los dioses.
Las niñas parecieron comprender, porque no volvieron a decir palabra. Después de unos minutos atravesando el bosque, llegaron a un pequeño claro iluminado por la tenue luz del otoño. Allí, Boudica se arrodilló y sacó de los pliegues de sus ropas un pequeño odre de cuero de un color muy oscuro, aunque manchado por la sangre de sus enemigos. Antes de que pudiera decir nada, las tres oyeron los gritos de los romanos aún más cerca de ellas, por lo que la reina se apresuró a hablar:
- Si queréis ser libres, bebed esto. Bebed y luego reíd cuando penséis en la rabia que Roma sentirá cuando descubra que por fin conseguimos la libertad.
Sin dudar, la mayor de las muchachas cogió el odre y se lo llevó a los labios para luego pasárselo a su hermana. Cuando ambas terminaron y se lo pasaron a su madre, Boudica sonrió todo lo que le permitieron las heridas que le habían producido en la lucha, y bebió: el líquido amargo le abrasó la lengua y la garganta, produciéndole un dolor agudo al llegar al estómago. Las muchachas tosieron y cayeron al suelo junto a ella, llevándose las manos al vientre. Fueron unos minutos angustiosos en los que las tres sufrieron intensos dolores en distintas partes del cuerpo, pero finalmente un insoportable sopor se fue adueñando de sus mentes. Las niñas fueron las primeras en caer inconscientes sobre la hierba, pero Boudica pudo aguantar lo bastante como para distinguir las borrosas siluetas de los legionarios entre la maleza. Luego, cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Su corazón comenzó a latir desenfrenadamente, como si se negara a abandonar la vida, pero el veneno no tardó en surtir efecto también en él: con un último y angustioso latido, tan débil y tenue que apenas se sintió, el corazón de Boudica dejó de latir, asfixiado por la ponzoña que la reina había vertido en él…o puede que por el dolor padecido al ver a su pueblo muerto, rendido a los pies de sus enemigos.
De una manera u otra, aquel fue el final de la gran reina icena. Al poco tiempo, los soldados romanos la encontraron tendida en el prado junto a sus hijas, con el semblante teñido con el color preferido de la muerte: el blanco, que contrastaba con el vivo color de su melena bermeja. Sus labios pálidos aún dibujaban una suave sonrisa y sus manos seguían aferrando su espada manchada de sangre, como si en cualquier momento fuera a levantarse y plantar de nuevo cara a los romanos. Como si de un momento a otro, sus fieros ojos oscuros volvieran a abrirse a la vida, una vida desgraciada y llena de sangre, plagada de sufrimientos y agonías, pero que pasaría a la historia como la perteneciente a una de las más grandes heroínas de Inglaterra: la gran líder britana, la primera reina Victoria, Boudica.
Sangre y veneno
Como en Camulodunum, los britanos no se quedaron mucho tiempo en Londinium, disfrutando de su triunfo. Tras desahogar su rabia contra los ciudadanos romanos y reducir Londinium a tristes y frías cenizas, siguieron su camino, sembrando la destrucción y el dolor por cada tierra que pasaban. Múltiples aldeas cayeron bajo su poder, siendo arrasadas sin compasión ni piedad. Boudica era implacable: nadie debía quedar con vida tras su paso, ni siquiera los animales de trabajo. Todo debía ser destruido y aniquilado.
La siguiente ciudad con la que se encontraron, Verulanium, corrió la misma suerte que las otras dos, y Suetonio Paulino tampoco pudo llegar a tiempo. El gobernador, frustrado, hizo llamar a diferentes legiones para hacer frente al ejército rebelde, con la esperanza de eliminarlo de una vez por todas. A su llamada acudieron la IX Augusta, la XIV Germana, la XX Valeria Victroix y una serie de auxiliares que engrosaron las filas de su ejército, pero que no llegaban ni de lejos a igualar a las tropas britanas en número, aunque sí en experiencia, habilidad y organización. Por ello, Suetonio Paulino decidió presentar batalla. Desde la masacrada Verulanium, adelantaron al ejército de Boudica y esperaron su llegada en el terreno elegido para la batalla: un desfiladero con paredes en terraza en los flancos, con una pendiente descendente ante el ejército romano y un espeso bosque tras él, impidiendo su huida en el caso de que todo saliera mal pero imposibilitando que los britanos los atacaran por la espalda y a traición.
Boudica no se esperaba encontrar un ejército de tal magnitud impidiendo su paso por el desfiladero, pero eso no la amedrentó, a pesar del imponente aspecto que presentaban los legionarios con sus cascos y armas brillando a la luz del mustio sol del otoño. Boudica detuvo su carro de combate, observó un momento la formidable hueste enemiga que tenía delante y gritó a los hombres y mujeres que conformaban la suya:
- ¡Ganaremos esta batalla o moriremos! Eso es lo que yo, que soy mujer, me propongo hacer ¡que los hombres vivan esclavos si lo desean!
Y con un alarido se lanzó en dirección a los romanos, seguida de varias mujeres icenas que gritaban y reían al mismo tiempo. Todo el ejército britano las siguió dos segundos después, enarbolando sus espadas y sus hachas con primitivo júbilo, convencidos de que la victoria también sería suya en esa ocasión.
Suetonio actuó rápido. Al ver como los bárbaros se les echaban encima, mandó a la infantería ligera, respaldada por la infantería pesada, que avanzara en cuña hacia el enemigo con las lanzas colocadas en posición horizontal. Los britanos chocaron de lleno contra aquella muralla impávida, y muchos de ellos quedaron ensartados en las lanzas romanas mientras otros morían bajo el filo de las gladius, que salían rápidas de entre los escudos, apenas rayos acerados que buscaban los cuerpos desprotegidos de los rebeldes, para luego esconderse de nuevo convertidos en filos manchados de escarlata. El ambiente no tardó en impregnarse con el olor dulzón de la sangre y con los lamentos y los alaridos de los heridos y los agonizantes.
Los britanos, confundidos ante aquella defensa convertida en embestida, intentaron reagruparse, pero en ese momento Suetonio dio la orden de ataque a la caballería, cuyos corceles machacaron todo lo que se puso bajo sus poderosos cascos mientras las espadas de los jinetes no dejaban de atravesar a los confundidos y aterrorizados rebeldes. La cuña de la infantería ligera, sin embargo, siguió avanzando hasta llegar a los carros de combate, donde se encontraban los niños, los ancianos y todo aquel que era demasiado débil para combatir; y los masacraron, hundiendo el ánimo de los britanos.
Éstos, humillados y a punto de ser liquidados, emprendieron la huida perseguidos por los legionarios romanos. Boudica fue una de las últimas en emprender la retirada: al ver como su gente era atravesada sin piedad por las gladius, y como sus cuerpos cubrían en su mayoría el desfiladero como si de una macabra alfombra se tratara, se rindió a la derrota y abandonó el campo de batalla corriendo y acompañada de sus hijas, con los ojos arrasados en lágrimas al ver a sus congéneres, a su pueblo, caídos a los pies de Roma.
Habían perdido, sí, pero no permitiría que los romanos la volvieran a coger…y la volvieran a humillar, y convirtieran su muerte en un espectáculo público, como seguramente hicieran. No, no estaba dispuesta a ello. Mientras se alejaba lo más deprisa que podía, Boudica tomó una decisión, y tomando la dirección opuesta al ejército de Suetonio, se internó en un bosque cercano. Junto a sus hijas, siguió un angosto sendero casi cubierto por la maleza que lo rodeaba pero que, estaba segura, llegaba al corazón del bosque. Detrás de ellas, a una considerable distancia, Boudica podía oír los gritos de los romanos, que perseguían a los britanos fugados, ávidos de más sangre. La reina icena aceleró el paso: no permitiría que la cogieran, y menos a sus hijas.
Las muchachas preguntaron, inquietas, el lugar de su destino, a lo que su madre respondió:
- Volvemos al seno de los dioses.
Las niñas parecieron comprender, porque no volvieron a decir palabra. Después de unos minutos atravesando el bosque, llegaron a un pequeño claro iluminado por la tenue luz del otoño. Allí, Boudica se arrodilló y sacó de los pliegues de sus ropas un pequeño odre de cuero de un color muy oscuro, aunque manchado por la sangre de sus enemigos. Antes de que pudiera decir nada, las tres oyeron los gritos de los romanos aún más cerca de ellas, por lo que la reina se apresuró a hablar:
- Si queréis ser libres, bebed esto. Bebed y luego reíd cuando penséis en la rabia que Roma sentirá cuando descubra que por fin conseguimos la libertad.
Sin dudar, la mayor de las muchachas cogió el odre y se lo llevó a los labios para luego pasárselo a su hermana. Cuando ambas terminaron y se lo pasaron a su madre, Boudica sonrió todo lo que le permitieron las heridas que le habían producido en la lucha, y bebió: el líquido amargo le abrasó la lengua y la garganta, produciéndole un dolor agudo al llegar al estómago. Las muchachas tosieron y cayeron al suelo junto a ella, llevándose las manos al vientre. Fueron unos minutos angustiosos en los que las tres sufrieron intensos dolores en distintas partes del cuerpo, pero finalmente un insoportable sopor se fue adueñando de sus mentes. Las niñas fueron las primeras en caer inconscientes sobre la hierba, pero Boudica pudo aguantar lo bastante como para distinguir las borrosas siluetas de los legionarios entre la maleza. Luego, cerró los ojos y dejó caer la cabeza. Su corazón comenzó a latir desenfrenadamente, como si se negara a abandonar la vida, pero el veneno no tardó en surtir efecto también en él: con un último y angustioso latido, tan débil y tenue que apenas se sintió, el corazón de Boudica dejó de latir, asfixiado por la ponzoña que la reina había vertido en él…o puede que por el dolor padecido al ver a su pueblo muerto, rendido a los pies de sus enemigos.
De una manera u otra, aquel fue el final de la gran reina icena. Al poco tiempo, los soldados romanos la encontraron tendida en el prado junto a sus hijas, con el semblante teñido con el color preferido de la muerte: el blanco, que contrastaba con el vivo color de su melena bermeja. Sus labios pálidos aún dibujaban una suave sonrisa y sus manos seguían aferrando su espada manchada de sangre, como si en cualquier momento fuera a levantarse y plantar de nuevo cara a los romanos. Como si de un momento a otro, sus fieros ojos oscuros volvieran a abrirse a la vida, una vida desgraciada y llena de sangre, plagada de sufrimientos y agonías, pero que pasaría a la historia como la perteneciente a una de las más grandes heroínas de Inglaterra: la gran líder britana, la primera reina Victoria, Boudica.
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