domingo, 14 de febrero de 2010

Entre la vida y la muerte

Las olas del mar chocan furiosas contra la pared del rocoso acantilado y el sol se empieza a poner en el horizonte anaranjado. Doy unos pasos al frente, decidida, y me sitúo en lo alto del acantilado. Mis pies descalzos se deslizan por la hierba húmeda de un modo tan grácil y ligero que me parece estar soñando. Las aves marinas vuelan en el cielo rosáceo, inundando el lugar con sus gorjeos y muriendo éstos luego a causa del rabioso sonido de las olas del mar impactando contra la pared del acantilado. La brisa dulce y cálida proveniente del mar me roza el rostro suavemente y juguetea con mi pelo mientras el sol poniente me acaricia la piel con sus últimos haces de luz.

Cierro los ojos, disfrutando de aquella sensación por última vez. Cuándo los vuelvo a abrir, unas silenciosas lágrimas llenas de dolor y amargura surcan mis pálidas mejillas, mis lágrimas finales.

Estoy decidida ha hacerlo, quiero hacerlo pero…a pesar de todo, me resulta muy amargo despedirme de la vida. Pero se que es lo mejor, si no quiero seguir sufriendo es mejor así. Los recuerdos empiezan a atormentarme, impiden que de un paso más. La vida intenta encadenarme a ella pero de un modo tan cruel y despiadado que unas lágrimas cargadas de rabia resbalan por mis mejillas. Alzo la cabeza con un esfuerzo supremo. No permitiré que la vida intenté jugar conmigo de nuevo, no de esa manera.

Observo, por última vez, como el sol se va escondiendo poco a poco tras el inmenso mar. Ha llegado mi hora. Cerrando los ojos con fuerza, me impulso y salto. Siento que caigo, que mi cuerpo rasga el aire. Soy consciente de que voy a morir y sin embargo, no tengo miedo.
Con una sonrisa, me pierdo en las oscuras aguas del mar mientras la última y lánguida brizna de sol desaparece conmigo en el inmenso océano.

Siento mi cuerpo – de pronto increíblemente ligero – flotando en el aire. Abro los ojos lentamente, como si despertase de un largo y hermoso sueño, y miro a mí alrededor. Me encuentro suspendida en medio del extraño cielo de una noche oscura y sin luna. Las brillantes constelaciones me rodean y el cosmos azul oscuro tiñe mi cuerpo de un extraño y débil color azulado eléctrico. Lanzo una exclamación ahogada al contemplar mis manos translucidas, etéreas, apenas iluminadas por el fulgor garzo que colorea el ambiente. Como si fuese un fantasma, como si estuviera muerta. ¿De verdad lo estoy?

Mis pies transparentes no tocan ningún terreno sólido, estoy suspendida en medio de la nada, contemplando las constelaciones de distintos e intensos colores.

De pronto, un rayo surge en medio del cielo y hiende en el firmamento seguido por un ensordecedor trueno que aturde todos mis sentidos. Sacudo la cabeza y empiezo a temblar. No se dónde estoy, ni que hago en este lugar. Lo único que recuerdo es haberme tirado por el acantilado y… nada más. Miró a mí alrededor, confusa y atemorizada.
De repente, dos figuras borrosas aparecen en la lejanía, en medio del infinito cielo azul. Entorno los ojos, intentando distinguir quienes son pero están demasiado lejos. Poco a poco, los rasgos de las dos siluetas se van haciendo visibles a medida que avanzan. Cuando ya están a escasos metros de mí consigo vislumbrar sus rostros. Los ojos se me abren al máximo al contemplar a dos mujeres, las cuales, se yerguen ante mi imponentes, hermosas y sobrecogedoras. Ambas entrelazan sus brazos con los de la otra y me miran con gesto indiferente.

Una de ellas es una mujer joven de cabellos dorados, largos y ondulados que le caen delicadamente por la espalda. En su tez morena de rasgos armoniosos y suaves se dibuja una sonrisa hermosa pero a la vez triste e indiferente. Sus ojos del color del trigo tienen un brillo sabio y a la vez, comprensivo. Luce un delicado vestido de fina seda blanca que le llega hasta los tobillos y sus pies descalzos se deslizan elegantemente por el vacío. Uno de sus morenos brazos desnudos se entrelaza con el de la otra mujer mientras que el otro está tendido hacia mí.

La otra joven, por su parte, tiene el cabello negro como ala de cuervo y algunos mechones oscuros le caen sobre la tez, contrastando notablemente con su pálida piel. Sus labios, finos y blancos, no muestran sonrisa alguna y sus ojos, de intenso color azul, y en lo más profundo de su mirada cerúlea se percibe un débil destello de devastadora melancolía. Sus ropas son negras como el plumaje de un ave de mal agüero. Sus blancas y frágiles manos están manchadas de abundante sangre y colorean de rojo los morenos y delicados dedos de la otra mujer. Uno de sus brazos está tendido hacia mi igual que los de la otra muchacha.
Intuyo quienes son, lo sé. En lo más profundo de mi ser, sé quienes son esas dos jóvenes, se que representan. Ya está, por fin ha llegado el momento de dejar atrás la vida. Trago saliva y miro fijamente a las dos mujeres que representan a la Vida y a la Muerte.

Contemplo sus rostros etéreos, hermosos y eternamente jóvenes, sobrecogida. La Vida sigue teniendo una sonrisa pintada en sus rojos labios pero el rostro de la Muerte sigue siendo inexpresivo. Ninguna de las dos pronuncia una sola palabra.

Agacho la cabeza, temblando. En mi mano está volver a cambiarlo todo…sólo con alzar mi mano y agarrar la de la Vida. Pero ¿quiero hacerlo? ¿De verdad quiero volver a padecer lo indecible? ¿Por qué no acabar con todo de una vez? Alzo la cabeza con resolución y fijo la mirada en ambas mujeres.

Ya sé lo que tengo que hacer, lo sé. Doy un paso al frente y alzo una mano temblorosa. Los ojos de las dos jóvenes están clavados en mí, expectantes y pacientes, o por lo menos eso me parece a mí. De repente, el rostro de la Muerte muestra una sonrisa casi imperceptible al verme levantar la mano. Ya está, ahí está. Agarro la mano de la Muerte con decisión y la sangre me mancha los dedos. La sonrisa de ella se ensancha y siento, de pronto, como un frío glacial me recorre el brazo hasta el hombro para luego extenderse por el resto de mi cuerpo. La Muerte me agarra con fuerza la mano y percibo el insoportable dolor que ataca mi mente como si de mil agujas se tratase. Intento gritar, pero mis labios permanecen mudos. El frío se expande por todo mí ser en forma de veneno, que corre por mis venas rabiosa e inhumanamente. Un pesado e inusitado sopor se apodera de mi cuerpo y mi mente, los párpados se me van cerrando mientras el sufrimiento mortifica mi cuerpo. Lucho contra el sueño que intenta dominarme pero no puedo hacer nada, ya no. El insoportable suplicio me hace caer a los pies de la Muerte, estremeciéndome a causa del angustioso tormento y el insoportable frío. De nuevo intento gritar, pero mis cuerdas vocales no me responden y mientras, el dolor se va extendiendo lenta pero inexorablemente por todo mi cuerpo.

La Muerte sigue agarrando con fuerza mi mano y sus ojos azules, antes fríos como témpanos de hielo, me contemplan ahora con una mezcla de diversión y tristeza. Ladeo la cabeza, agotada, deseando con toda mi alma que todo termine de una vez por todas. Los párpados se me van juntando poco a poco a pesar de mi esfuerzo para mantenerlos abiertos.
Y entonces, como herida por un rayo, comprendo cuán grande fue mi error al coger la mano de la parca. Tuve que haber elegido a la Vida y no a la Muerte, pues la Vida me ofrecía sorpresas maravillosas, emociones y aventuras, algo que la Muerte jamás podría darme pues solo me ofrecía paz y descanso, pero también más frío y dolor del que hubiese tenido en vida. Al comprenderlo, intento llorar a causa de la amargura y la desolación que invaden mi corazón, pero es inútil. Ni una sola lágrima corre por mis mejillas. Mis ojos ni siquiera se humedecen, están secos. Intento gritar pero, una vez más, mis cuerdas vocales me traicionan. El dolor se intensifica, me muerdo la lengua para intentar contrarrestarlo con un sufrimiento más intenso y dejo caer la cabeza junto a los pies de la Muerte, que sigue sin soltarme la mano.

Lo último que saboreo es el sabor amargo de la propia sangre proveniente de mi lengua.
Lo último que huelo, el olor dulzón que desprende la Muerte.
Lo último que siento, el áspero, desagradable y helado tacto de la piel de la joven sobre mi mano.
Lo último que oigo, el estremecedor sonido del trueno.
Lo último que veo, los ojos del color del trigo de la Vida, que me observan con una mezcla de comprensión, tristeza y dolor refulgiendo en lo más profundo de su mirada dorada.
Y lo último que pienso es en lo hermoso que habría sido volver a experimentar los rayos del sol de la mañana acariciándome la piel, la suave brisa jugueteando con mis cabellos, el tacto de la hierba empapada de rocío; volver a ver por ultima vez el fulgor argénteo de la luna llena sobre un cielo nocturno plagado de brillantes estrellas, los siete colores del arco iris sobre una verde e infinita pradera, los resplandecientes y cálidos rayos del sol naciente alumbrando un nuevo día con su anaranjada y suave luz…

Mis ojos se cierran al fin y mi corazón deja de latir, cansado ya de tanto sufrir. Mi cuerpo muere con los latidos de mi corazón. Y mientras, unas negras brumas se van apoderando de mi mente, arrojándola de forma cruel y violenta al más gélido y oscuro pozo sin fondo para no dejarla escapar jamás de las sombras.

Para sumirla en el Sueño Eterno.
Para encadenarla a la noche sempiterna sin luna ni estrellas.
Para hacerla cautiva del mundo glacial y negro que rige la Muerte.

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