lunes, 26 de abril de 2010

Boudica. Segunda parte.

Segunda parte
El precio de la libertad


Un frío glacial recorría la explanada en la que se erguía la ciudad de Camulodunum, antigua capital de Trinovantia conquistada por los romanos, que se encontraba amparada en la oscuridad de la noche. Una gruesa capa de nubes negras cubría el cielo nocturno, y solo las antorchas que coronaban la empalizada salpicaban de luz el paisaje preñado de sombras, en las que miles de ojos sedientos de sangre se refugiaban a la espera del momento adecuado para atacar.
Sobre la empalizada que rodeaba la ciudad solo había unos pocos guardias vigilando la pradera, medio helados de frío. Entre ellos se encontraba Elio, un joven romano llegado a esas tierras hacía pocas semanas. Se encontraba de pie en la empalizada, escrutando la oscuridad, helado hasta el tétano de los huesos y maldiciendo entre dientes a sus superiores, amargado por la perspectiva de pasar allí toda la noche a merced del frío… y quien sabe si de la lluvia también. Estaba muerto de sueño, y el frío no hacía más que acrecentar esa sensación. Sus manos, rígidas y casi insensibles a causa del aire glacial, se aferraban con resignación a la lanza que portaban.
El joven dio un violento cabezazo, adormilado, pero se volvió a erguir inmediatamente, malhumorado ¡Qué no daría él por volver a las cálidas tierras de Hispania, de donde procedía! Odiaba Britania: aborrecía las lluvias que plagaban esos territorios medio abandonados y el frío que siempre parecía gobernarlos, y no aguantaba a aquellos salvajes britanos que poblaban las tierras conquistadas, con sus rostros duros y toscos y sus cabellos enmarañados y sucios. Elio ansiaba poder abandonar pronto Britania, ser destinado a un lugar más cálido y civilizado, si no Hispania, tal vez Grecia o Egipto, cualquier sitio más caluroso que aquellas húmedas tierras del norte.
El romano se cubrió más con la capa, congelado, y se concentró en mantener los ojos bien abiertos, resignado a pasar esa noche solo, helado y somnoliento.
No habían pasado más de dos minutos después de aquellos pensamientos, cuando sus ojos irritados por el sueño captaron un movimiento en la oscuridad. Elio se concentró en las sombras, alertado, pero aquello no volvió a repetirse. Considerando la posibilidad de que el sueño le estuviera jugando una mala pasada, el joven suspiró y volvió a concentrarse en la dura lucha de no quedarse dormido de pie.
A causa de su atontamiento, Elio no se percató de los silenciosos movimientos que realizaban tras ellos algunos de los habitantes de la ciudad, quienes se dedicaron a debilitar los puntos defensivos de Camulodunum ante la llegada del ejército rebelde, aquel que los liberaría de los romanos, los invasores que los maltrataban y humillaban. Así pues, los vecinos de la ciudad facilitaron la entrada de los britanos, y no solo saboteando las defensas romanas.
Elio no había podido vencer en su lucha contra el sueño, y ya tenía los ojos entornados y la mente adormilada, a punto de rendirse al cansancio. Por ello, no se dio cuenta de los suaves pasos que se deslizaban hacia su posición, silenciosos y calculados. El joven, ajeno al peligro, bostezó mientras un estremecimiento de frío sacudía su cuerpo y una maldición salía de sus labios.
Fue entonces cuando una mano le tapó la boca y un puñal centelleó ante sus ojos, iluminado el filo por la luz anaranjada de las antorchas. De un rápido y silencioso tajo, le seccionaron el cuello, y luego le dejaron caer al suelo como un fardo inútil y sin valor. Ahogándose en su propia sangre, Elio aún llegó a oír los salvajes gritos que prorrumpió de repente el enemigo al entrar en Camulodunum.
Luego todo se sumió en un eterno silencio.

Habían vencido. Camulodunum era suya.
Boudica y sus hombres celebraron la victoria con agudos alaridos de triunfo cuando el último legionario romano cayó a los pies de la reina icena, con el corazón atravesado por su afilada espada. Doscientas mil gargantas profirieron una salva de gritos que retumbaron en las calles desiertas de la ciudad conquistada, alabando a Boudica y a la diosa Andraste, que había cumplido su promesa de otorgarles el triunfo ante los romanos.
Había sido fácil conquistar la ciudad. Gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Camulodunum habían entrado sin grandes problemas. La pobre oposición de las huestes de Roma, afincadas en la antigua capital de Trinovantia, no había sido difícil de repeler dada la gran ventaja numérica de los insurrectos, y su ferocidad y rabia en la lucha. La disciplina y la organización romanas no habían servido de mucho en el momento en el que el alud britano se echó sobre Camulodunum con la furia de un huracán, arrasando todo a su paso. Las bajas de Roma en el combate se contaban por cientos, mientras que las de Boudica eran mínimas.
Sin embargo, a pesar de la fuerza con la que las huestes de Boudica arrasaron la ciudad, unos cuantos romanos, la mayoría soldados, lograron encerrarse en el templo dedicado a Claudio que se erguía en el centro de la urbe. Dos días aguantaron los legionarios la embestida de los insurgentes, pero finalmente cayeron bajo las espadas y las mazas celtas sin que hubiera ningún superviviente de la matanza.
Con motivo de la victoria, los britanos se prestaron al saqueo de la ciudad con primitiva alegría. Los objetos de más valor fueron puestos a los pies de Boudica y de los otros líderes tribales, mientras que todos los habitantes de Camulodunum – excepto aquellos que habían participado en el saboteo de las defensas – fueron pasados a cuchillo sin hacer distinciones entre hombres, mujeres o niños. La mayoría de los vecinos de la ciudad eran de origen britano y por ello fueron afortunados y murieron de un certero y rápido tajo en el cuello, pero los que eran oriundos de Roma tuvieron una muerte lenta y agónica: todos los que no murieron en el combate fueron asesinados por los rebeldes mediante suplicios tan atroces como la horca o el empalamiento. Boudica no quería prisioneros, y lo demostró castigando a los ciudadanos romanos con violentas y letales torturas. Incluso los animales fueron sacrificados para que no pudieran servir ya para nada.
Camulodunum se convirtió de la noche a la mañana en una ciudad abandonada, vacía y muerta, cubierta de la sangre derramada por aquellos que clamaban a gritos su venganza, que, poco a poco, parecían ver cumplida en el horizonte.
Unos días después de la matanza de Camulodunum, las tropas britanas abandonaron aquella ciudad desierta de vida para seguir su camino hacia el sur, en dirección a Londinium…

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Arrasaron todo a su paso. Aldeas, campos, casas patricias…todo fue devorado por las huestes de Boudica, que avanzaban inexorablemente hacia la capital romana en Britania, Londinium. Y todo el que tuvo la mala suerte de encontrarse en su camino fue borrado del mapa sin perdón posible, fuese romano o britano, pues ya daba igual. Y eso incluyó también a la Legión IX, la hispana, que había acudido en ayuda de Camulodunum aún a pesar de ser ya demasiado tarde. Los legionarios, a pesar de ser avezados guerreros curtidos en cientos de batallas, no pudieron hacer nada contra la horda britana que cayó sobre ellos por sorpresa, acometiéndoles sin piedad. Dos mil quinientos soldados fueron exterminados bajo la salvaje habilidad de los guerreros de Boudica, cuya seguridad en sí mismos fue aumentado a medida que las brutales victorias se sucedían.
Boudica se sentía satisfecha. Tanto derramamiento de sangre colmaba las ansias de venganza que sentía desde que la azotaran y violaran a sus hijas. En el combate, llevada por una primitiva y excitante sensación de alegría, ella era la primera en desenvainar la espada y la última en guardarla, bailando durante ese tiempo entre sus enemigos, con su acero dibujando feroces aunque arcaicas fintas a su alrededor.
Pronto, los romanos no tendrían más opción que abandonar Britania o ser pasados a cuchillo por los icenos. La estela de muertos que cubría los caminos por los que pasaba la horda britana no hacía presagiar otra posibilidad que rendirse… o morir. O al menos eso pensaba Boudica, cuyo corazón comenzó a abrigar la esperanza de reconquistar Britania, de ser libres de nuevo…de no padecer ya más miedo y dolor.
La libertad, esa necesidad que durante tanto tiempo les había sido negada, estaba ahora al alcance de la mano…

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La débil y amarillenta luz del sol se asomó tímidamente al mundo después de una larga noche de frío y oscuridad. Los tenues haces dorados tiñeron las nubes que encapotaban el cielo de un suave matiz áureo, así como los campos verdes y los bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Londinium. El cielo que se distinguía en el horizonte se tornó de suaves tonos anaranjados, rosáceos y añiles, que destacaban bajo las nubes grises que cubrían la bóveda celeste de Britania. El bello espectáculo de colores se difuminó lentamente cuando el sol se elevó lo suficiente para ser tapado por los nubarrones, tornándose el paisaje de un mustio color gris, triste y frío.
Al mismo tiempo que el sol se escondía, el ejército de Boudica apareció en el horizonte, feroz y temible. Inexorablemente, los britanos cubrieron la distancia que los separaba de su destino alzando al cielo salvajes gritos que reflejaban toda su furia y su emoción ante la inminente batalla. Los pocos rayos de sol que se dejaban ver de vez en cuando entre las nubes arrancaban destellos acerados de las armas de los rebeldes e iluminaban sus feroces rostros pintados de azul. En su carro de combate, Boudica encabezaba a su hueste con la espada en alto, sin amedrentarse por la legión de soldados que empezó a rodear Londinium en un desesperado intento de protegerla de la furia de aquellos salvajes britanos que tanto daño habían causado hasta el momento. Boudica alzó un fiero alarido, y doscientas mil gargantas lo corearon, haciendo temblar Londinium. Los soldados romanos no se movieron de sus posiciones, pero todos creyeron ver en aquella mujer de larga melena bermeja a la muerte en persona, de pie en su carro de combate, con su espada ávida de sangre alzada ante ella y su piel pálida cubierta por aquella extraña pintura azulada.
Y cuando el ejército britano rompió a correr hacia la ciudad, sin ningún tipo de organización ni disciplina, y sin seguir ninguna estrategia, los legionarios no pudieron hacer más que esperar el encuentro, contemplando horrorizados como aquella multitudinaria hueste se echaba sobre ellos. Los soldados romanos, protegidos tras sus escudos, colocaron las lanzas en posición horizontal antes de que los britanos los alcanzasen.
Y el choque fue brutal. Los britanos que iban en primera fila cayeron atravesados por las lanzas romanas, pero el resto del ejército arrolló a los legionarios debido a la fuerza de la embestida, proporcionada por su superioridad numérica. Los romanos fueron aniquilados sin grandes problemas, lo que dejó a Londinium prácticamente desprotegida en garras de los britanos, que no tardaron en entrar a sangre y fuego en la ciudad.

A poca distancia del lugar donde se estaba cometiendo la masacre, el gobernador romano Cayo Suetonio Paulino contemplaba como densas columnas de humo se elevaban de Londinium, mezclándose con las nubes grises que oscurecían el cielo. A sus espaldas, cientos de hombres miraban con el rostro impertérrito lo mismo que él mientras la suave brisa matinal les traía los gritos y los lamentos provenientes de Londinium, que en esos momentos estaba siendo arrasada por los insurrectos britanos. El humo formó una cúpula negra sobre la ciudad y, lentamente, fue desplazándose hacia los romanos, llevándoles el penetrante olor a ceniza y el dulzón efluvio de la muerte.
El gobernador entornó los ojos un momento al recordar su llegada a Londinium. Él y sus hombres se habían dado toda la prisa que habían podido por llegar ante la orden que había recibido del procurador Cato Deciano, residente en Londinium, que exigía su ayuda y protección ante la inminente llegada de la tropa bárbara. Y lograron alcanzar la ciudad, pero cuando ya era demasiado tarde: el procurador Deciano había abandonado la ciudad el día anterior y había cogido un barco hacia la Galia, convencido de que no había nada que hacer contra el ejército britano y dejando a los habitantes de Londinium abandonados a su suerte. Suetonio Paulino se percató nada más llegar que la ciudad era una presa fácil para los britanos: no tenía ningún tipo de fortificación y apenas estaba preparada para la defensa militar. Por ello el gobernador optó por hacer lo mismo que Cato Deciano: abandonó la ciudad ante la imposibilidad de defenderla, a pesar de las reclamaciones de sus habitantes, que en ese preciso momento morían a cientos bajo las espadas de los rebeldes.
Ahora, Suetonio y sus hombres observaban las llamas que comenzaban a vislumbrarse entre el humo negro y que no tardaría en consumir Londinium bajo su ardiente manto. Los britanos comenzaron a salir de la ciudad en llamas, llevando consigo objetos de valor y prisioneros: hombres, mujeres y niños que empezaron a agrupar en la ladera de una colina, tratándoles con brutalidad y matando a todo aquel que se rebelaba ante las palizas. Suetonio sabía que el resto no sobreviviría a aquella noche, y si alguno lo hacía, solo sería para aumentar y alargar su sufrimiento.
El gobernador sacudió la cabeza, hizo volver grupas a su caballo y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de nuevo. Ahora su misión era adelantarse a los britanos en su siguiente objetivo.
Por Londinium ya nada se podía hacer, pues antes de que el sol se escondiera en el horizonte no sería más que un montón de cenizas humeantes teñidas de sangre.

martes, 20 de abril de 2010

Boudica. Primera parte.

Primera parte
La mordedura del látigo

Año 43 d.C. El emperador romano Claudio invade la isla de Britania en busca del enriquecimiento de sus agotadas arcas imperiales y de nuevas tierras que conquistar. La explicación del emperador a Roma, la llamada de auxilio del rey britano Verica, aliado del Imperio, cuyo reino es atacado por sus enemigos. En ese mismo año, las tropas enviadas por Claudio acaban con las revueltas, consiguiendo una aplastante victoria sobre once reyes locales y apropiándose de sus tierras, que pasan a manos del Imperio Romano.
La noticia se extiende como la pólvora por Britania, llegando a oídos de Prasutagus, rey de los Icenos, que propone una alianza a Roma. Ésta se basa en la ayuda militar y económica al rey britano mientras éste viva, y a cambio, la mitad de sus tierras y bienes serán entregados a los romanos cuando el monarca fallezca.
Como con tantos otros reyes de Britania, Roma acepta y cumple su parte del trato con creces: Prasutagus ve como los icenos progresan gracias a la ayuda romana, como sus tierras se convierten en unas de las más ricas de toda la vieja Alvión, y como sus gentes viven en paz gracias a la protección que les ofrece el Imperio. Son tiempos felices, luminosos, que apenas se ven oscurecidos por las negras nubes que comienzan a ensombrecer el horizonte y que Prasutagus no llegará a ver caer sobre él.

Trece años antes de esa alianza, nació en el seno de una familia noble icena un bebé, una niña de hirsutos cabellos rojos y llantos enérgicos y pertinaces que ya hacían presagiar su carácter duro y salvaje, aunque no el destino oscuro y trágico que ya le estaba reservado. Su nombre pasaría a la Historia como el perteneciente a una de las más grandes heroínas que han existido nunca y que más han quedado ocultas en las sombras: Boudica, cuyo significado cobraría sentido durante casi toda la vida de esta valiente mujer, y se recogería casi dos mil años después para ensalzar la figura de otra reina con el mismo nombre.
Esta es la historia de Boudica,”Victoria”: la mujer que osó desafiar a Roma.

Poco o nada se conoce sobre la infancia y adolescencia de Boudica. Nacida alrededor del año 30 d.C., fue educada acorde a su rango de noble y casada con el rey de los icenos, Prasutagus, cuando apenas tenía dieciocho años, naciendo sus dos únicas hijas poco tiempo después. Gracias a la alianza de los icenos con los romanos, las tierras de Prasutagus gozaban de riqueza, libertad y seguridad. Sus súbditos eran felices, y su familia disfrutaba de la prosperidad y la calma, en apariencia inquebrantables.
Pero las vidas de Boudica, sus hijas, y todos sus súbditos dieron un brusco giro en el año 60 d.C, cuando las nubes negras se cernieron sobre los icenos como un mal presagio de todo lo que estaba a punto de ocurrir…


Llovía de forma pertinaz y obstinada aquella fría noche del año 60 d. C., empapando la lluvia los verdes campos que rodeaban lo que parecía ser un pueblo de casas de madera y piedra. No obstante, y a pesar de la tormenta y el frío, una pequeña multitud se había dispersado alrededor de una de las moradas más grandes y soberbias, envueltos en gruesas ropas de abrigo y aguantando como podían el temporal. Todos estaban sumidos en un silencio sobrecogedor, observando temblorosos el interior de la casa iluminado por una frágil luz rojiza. En el interior, la lluvia repiqueteaba insistentemente sobre el tejado de madera, produciendo un sonido vivaz que inundaba la más amplia habitación, tenuemente iluminada por las antorchas que ardían en las manos de cinco hombres. Estos rodeaban en afligido mutismo un lecho ocupado por un hombre pálido y escuálido, tapado hasta la cintura con mantas, cuyas manos temblorosas descansaban sobre su vientre. Su respiración era regular y su rostro surcado de arrugas mostraba un leve rictus de dolor. De pie junto al lecho, tres mujeres, dos de ellas apenas unas niñas, observaban al enfermo con la angustia y el dolor grabados en sus macilentos semblantes. Los hombros de las dos muchachas estaban rodeados por los brazos de la mujer adulta, en actitud protectora. Era Boudica, la reina de lo icenos y esposa de Prasutagus; llamaba la atención por su altura, poco habitual en una mujer, pues llegaba a superar a la de muchos hombres. Su cuerpo era esbelto y espigado y su tez poseía un suave tono pálido que contrastaba con el profundo color negro de sus ojos fieros y duros; una cascada de cabellos rojos como el fuego caía desgreñada hasta sus caderas. Su indumentaria constaba de una larga túnica multicolor, un grueso manto ajustado y sujeto por un broche y un largo collar de oro. No tenía más de treinta años, pero las arrugas de preocupación que cruzaban su rostro le hacían parecer mucho mayor.
El enfermo postrado en la cama fue entonces presa de unos súbitos temblores silenciosos y las antorchas iluminaron su semblante pálido y sudoroso, marcado por el dolor. Hasta que, por fin, Prasutagus emitió un quedo jadeo y quedó inmóvil sobre el lecho, mientras sus párpados caían pesados sobre sus ojos.
Las dos muchachas rompieron en débiles sollozos, y por sus mejillas comenzaron a caer gruesas lágrimas cargadas de desolación y angustia. Uno de los cinco hombres que rodeaban el lecho se acercó con respetuosa lentitud hasta el enfermo, se arrodilló junto a él y le susurró:
- ¿Mi señor Prasutagus? ¿Señor…?
Pero el aludido no respondió a su nombre, solo se quedó inmóvil, paralizado en los oscuros brazos de la muerte. El hombre arrodillado frente al cuerpo alzó la mirada hacia Boudica, quien negó con la cabeza mientras una solitaria lágrima caía por su mejilla, única muestra de su dolor.
Sabía lo que todo eso significaba, y que la muerte de Prasutagus era el principio de un periodo oscuro y doloroso. Boudica abrazó con fuerza a sus hijas y abandonó la habitación, dejando a sus espaldas el cuerpo exangüe de su esposo, y la felicidad y la alegría que hasta ese momento habían dominado su vida.

El enviado de Roma llegó al encuentro de Boudica apenas hubieron enterrado a Prasutagus. La reina no se sorprendió cuando le comunicaron la llegada del mensajero romano y lo mandó llamar ante ella. Cuando los soldados icenos entraron en la gran sala destinada a las audiencias del rey, escoltando a un hombre alto y enjuto, Boudica ya ocupaba su sitial frente a la entrada, rodeada de sus más fieles guerreros. El enviado de Roma no dudó al atravesar la sala y colocarse frente a la reina, a pesar del fiera imagen que ofrecían esta y sus hombres con sus muecas salvajes y sus ropas burdas y toscas. El heraldo alzó la barbilla, como queriendo demostrar que no les profesaba ningún temor.
- Reina Boudica – saludó el romano, sin hacer ningún ademán de respeto – Roma llora la pérdida de tu rey y está conmocionada por su repentina muerte. Prasutagus fue un fiel servidor del emperador, y nadie más que él siente la dura agonía que tuvo que sufrir. No obstante, la muerte de Prasutagus significa para los icenos el cumplimiento de su parte del tratado de paz, dado que Roma ya lo ha cumplido con creces.
La única reacción de Boudica ante las palabras del mensajero fue entornar los ojos, acrecentando así la mueca feroz que cubría sus facciones.
- El emperador Nerón exige que las tierras pertenecientes a los icenos pasen a formar parte de Roma como una provincia más, y que todos sus bienes sean confiscados para que se conviertan en parte de las posesiones romanas, así como la dote de las hijas de Prasutagus.
- ¡Ese no era el trato! – exclamó uno de los guerreros de la reina – el tratado declaraba que sólo perderíamos la mitad de nuestros territorios.
- La generosidad de Roma ha sido excesiva y vosotros, icenos, habéis abusado de ella. El emperador no os reclama más que lo que ha perdido por vuestra culpa – replicó el mensajero sin perder la calma.
- No podemos daros lo que nos pedís – señaló Boudica alzando la voz – Roma nos ha engañado y nos ha traicionado. Ahora pide tanto que no podemos darle más que lo que prometimos.
- Entonces, reina Boudica, no te queda más que aceptar las consecuencias de tus actos y suplicar perdón ante el gran Nerón.
Un brillo colérico apareció en los ojos de Boudica.
- Los icenos nunca nos doblegaremos ante Roma – escupió entre dientes.
- Eso ya lo veremos.
El mensajero se volvió y con expresión triunfante abandonó la sala ante la iracunda mirada de los icenos, que vieron impotentes como el heraldo escapaba de ellos sin el menor rasguño tras la insolencia que había cometido contra su reina.

Pasaron los días, incluso las semanas, pero los romanos no hicieron acto de presencia en la región tras la amenaza de su mensajero. Boudica reforzó la vigilancia de los límites de sus territorios pero no dio más importancia al ultimátum de Roma; si le inquietaban las intimidaciones del imperio, no dio muestras de ello, y hasta se puede decir que las ignoró por completo. Siguió ejerciendo de reina como si no hubiera pasado nada, y la rutina continuó gobernando la vida de los icenos. No obstante, la carencia de ayuda económica por parte de los romanos no se tardó en sentir, aún a pesar de estar ya libres de impuestos, y Boudica contempló como su pueblo se hundía día a día en una triste miseria. Tanto habían dependido de Roma que al retirarles ésta su apoyo, los icenos no sabían como afrontar la escasez de recursos que repentinamente les cayó encima.
No se imaginaban que aquello sólo era el principio de una larga lista de desgracias.

Tres semanas habían pasado ya desde que el mensajero de Roma se presentara ante los icenos. Tres semanas en las que la ausencia de Prasutagus se había hecho notar y el pueblo había languidecido a causa de la miseria que planeaba sobre él como un ave de rapiña.
Era noche cerrada, sin luna ni estrellas por culpa de las negras nubes que oscurecían el cielo y cubrían la tierra de frías sombras. Un silencio suave y helado reinaba en la región, solo roto por el ocasional ulular del viento y el dulce murmullo de las hojas de los árboles. Los icenos dormían acunados por la suave calma que invadía su tierra, ajenos a las luces parpadeantes y anaranjadas que se acercaban a la aldea desde el oeste, rodeando sus casas.
Los destellos de las antorchas de docenas de soldados romanos no tardaron en iluminar las fachadas de las moradas, y cuando los icenos pudieron percatarse de la incursión, ya era demasiado tarde. Las huestes de Roma entraron en el pueblo con la furia de un vendaval, irrumpiendo con violencia en los hogares y sacando a sus ocupantes a rastras, sin haces distinciones entre hombres, mujeres o niños. Todo el que se revolvió fue brutalmente apaleado hasta que dejó de ofrecer todo tipo de resistencia ante los invasores.
Con Boudica no fueron menos implacables. Los soldados allanaron su casa presas de una sed de sangre incontrolable, la sacaron de la cama con violencia y la obligaron a salir al exterior acompañada de sus aterrorizadas hijas. Fuera, los icenos habían sido agrupados en la parte más occidental del pueblo, iluminados sus maltrechos cuerpos por las antorchas de los romanos, que obligaron a Boudica a colocarse en el centro del círculo formado por los soldados, dejando a sus hijas atrás. Sus captores la tiraron al frío suelo terroso, de donde se intentó levantar hasta que uno de los soldados la agarró por el pelo y la mantuvo inmóvil, provocando las risas burlonas de sus compañeros.
En ese momento, un soberbio jinete montado sobre un enorme caballo negro entró en el cerco de luz formado por las antorchas de los romanos, hasta frenar su avance frente a Boudica, arrodillada en el suelo, humillada por los soldados, pero aún así mirando a los romanos con odio y desafío. El jinete, ataviado con una armadura plateada, un casco coronado por un penacho rojo, y un manto colocado sobre los hombros, miró a la reina con desdén.
- Mira donde ha llevado la arrogancia a tu pueblo, reina Boudica – le dijo con la voz cargada de desprecio y señalando a los icenos con un amplio gesto de la mano – observa lo que ha provocado tu insolencia. A causa de la deuda que tienes con el emperador, muchos de tus súbditos quedarán relegados a la esclavitud, y los hombres de más alto cargo perderán sus privilegios para convertirse en simples despojos humanos. Aprende la lección, mujer: los desleales a Roma no quedan impunes.
Boudica clavó en él una mirada de profunda rabia. Así pudo reconocer los rasgos de ese hombre orgulloso, iluminados por las luces de las antorchas: era el mensajero que semanas atrás se había entrevistado con ella, el heraldo de Roma. Intentó abalanzarse sobre él, furiosa, pero el soldado que la retenía la obligó a permanecer quieta a base de dolorosos golpes.
El jinete la observó con desprecio y luego se volvió hacia sus súbditos.
- Icenos – exclamó – por orden del procurador Cato Deciano, y a causa de la deuda que tenéis con Roma, todos vuestros bienes quedan bajo poder del emperador, así como vuestra libertad. A partir de ahora, vuestra condición no será más que la de esclavos del imperio, sin distinción alguna. Y esto será así hasta que la deuda que tenéis con Roma quede debidamente saldada.
Expresiones de consternación y horror cruzaron por los rostros de los icenos, cuyas exclamaciones de protesta y angustia quedaron ahogadas por las nuevas palabras que pronunció el jinete, mirando esta vez a la reina icena.
- Y esto no acaba aquí. Roma exige las explicaciones de Boudica, sus muestras de arrepentimiento y sus súplicas de perdón. De no ser así, la reina será duramente castigada.
Todos, romanos e icenos, miraron a Boudica con expectación, esperando que en cualquier momento cayera rendida a los cascos del caballo del centurión romano. Pero Boudica no se movió del sitio y siguió mirando con arrogancia y odio al jinete, como si fuese ella en vez de él la que le tuviera humillado, acabado y a punto de ser castigado.
- Los icenos no nos doblegaremos ante Roma – repuso con ira, repitiendo las mismas palabras que había pronunciado días atrás.
Un rictus de furia ensombreció los rasgos del romano.
- Como quieras – hizo volver grupas al caballo con brusquedad y exclamó a los legionarios - ¡Azotadla, azotadla hasta que clame perdón!
Dos soldados agarraron a Boudica por los brazos y las piernas, impidiendo que realizara movimiento alguno, mientras un tercero rasgaba sus ropas con violencia hasta dejarla completamente desnuda. Boudica intentó resistirse, pero los soldados reaccionaron con tanta brutalidad que quedó tendida sobre la tierra sin poder hacer ningún otro movimiento. El legionario que había rasgado su túnica volvió llevando en sus manos un látigo largo y forrado en piel, que hizo chasquear cuando llegó junto a Boudica. La reina se estremeció al oír el escalofriante sonido del látigo desgajando el aire.
- Tus disculpas, mujer – dijo el centurión romano, contemplando el espectáculo desde una corta distancia.
Boudica mantuvo la boca cerrada, orgullosa hasta el final, y el jinete hizo un gesto con la mano. El látigo cayó inmisericorde sobre la espalda de la reina icena, que gritó de dolor al sentir la mordedura del flagelo en su piel.
- ¡Suplica tu perdón a Roma, reina Boudica!
La única respuesta que obtuvo el centurión romano fue el nuevo chasquido que produjo el látigo contra la espalda de Boudica, que esta vez ahogó el grito, aunque no pudo contener las lágrimas de dolor que empezaron a caer de sus ojos. La operación se repitió durante unos minutos más, y con cada nueva herida abierta en la espalda de Boudica, desconocidos sentimientos de rabia y venganza se abrían paso en los icenos. Muchos intentaron acudir en ayuda de su reina, pero fueron atravesados por las gladius, las mortíferas espadas romanas que los soldados utilizaban con salvaje alegría cada vez que tenían la ocasión.
Tras unos minutos de agonía, el centurión alzó la mano y el soldado del látigo dejó caer el instrumento de tortura con una mueca de consternación en el rostro, contrariado.
- ¿Y bien? – murmuró el jinete, triunfante, observando la espalda ensangrentada de Boudica.
La mujer, temblorosa, bajó la cabeza para que su pelo ocultara las lágrimas que corrían por sus mejillas, pero tampoco abrió la boca esta vez, lo que provocó la cólera del romano.
- ¡Traed a sus hijas! – gritó, fuera de sí - ¡traedlas!
Boudica vio, horrorizada, como los legionarios empujaban a las niñas frente ella, tratándolas con una brusquedad rayana en violencia. Las muchachas rompieron a llorar, y los icenos con ellas al percatarse de lo que pensaban hacer los romanos.
- ¡Exijo tus súplicas, mujer! – clamó el centurión - ¡arrodíllate ante el poder de Roma si no quieres que tus hijas sean violadas ante tus ojos y los de tu gente!
La reina se mantuvo en un absoluto silencio que solo fue roto por los sollozos de sus hijas. El jinete, furioso, hizo un gesto con la cabeza y los legionarios tiraron a las niñas al suelo. Boudica, ahogando un sollozo, cerró los ojos, sin reunir la valentía para volver a abrirlos.
Y los gritos de las muchachas, que sacudieron estremecedoramente la tierra, no tardaron en derrumbar la poca cordura que quedaba en la mente de su madre.

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La suave y mortecina luz del sol empezó a despuntar en el horizonte teñido de rosa y añil, iluminando tenuemente el desolador panorama que los romanos habían dejado tras ellos. Las frágiles briznas de luz se diseminaron por los cuerpos caídos de cinco icenos, inmóviles y fríos. El suelo a su alrededor estaba manchado de sangre, coloreando de rojo la hierba escarchada.
Boudica observó como los caídos eran recogidos por sus quejumbrosos familiares, que los llevaron al interior de las viviendas para llorarlos en soledad. Otras familias se mantenían unidas, sin apenas separarse, destrozados por la perdida de aquellos que los romanos se habían llevado como esclavos.
Pocas personas habían salido indemnes de su encuentro con los invasores: la mayoría de los icenos presentaban contusiones y distintas magulladuras por los golpes recibidos, sin contar con el dolor emocional que provocaba la desaparición de los seres queridos.
Sin embargo, una de las personas que más maltrecha había salido de su encuentro con los romanos había sido la propia Boudica. Cruelmente castigada y humillada, aquella mañana presentaba un aspecto demoledor: su rostro pálido y de rasgos angulosos estaba señalado por infinidad de moratones que iban desde el amarillo hasta el violeta. Un corte superficial cruzaba su mejilla izquierda y tenía los labios hinchados y tumefactos. Apenas podía moverse por el dolor de su espalda, cuya piel se encontraba rasgada por decenas de profundas y tormentosas laceraciones producidas por el maldito látigo. Las curas que le había practicado el druida del pueblo horas antes habían aliviado momentáneamente su dolor, pero a la luz del amanecer las molestias volvían con inusitada fuerza.
La mordedura del látigo quemaba, pero no tanto como el recuerdo de sus hijas violadas por los legionarios romanos. La reina aún no se podía quitar de la cabeza los gritos de las niñas, como si los estuviera escuchando en ese mismo momento. Boudica volvió la cabeza hacia su casa, cuyas ventanas dejaban entrever la profunda oscuridad que protegía a sus hijas del mundo exterior. Después de que los romanos abandonaran el pueblo, los soldados icenos habían recogido a las inconscientes muchachas y las habían llevado hasta su casa, de donde aún no se habían atrevido a salir.
- ¿Boudica?
La reina se volvió para encontrarse de frente con un hombre alto y corpulento, de desgreñadas barbas y cabellos rubios, cuyos rasgos estaban oscurecidos por las magulladuras y los cortes. Uno de sus ojos azules se encontraba rodeado de un surco violeta, como si le hubieran pegado un puñetazo.
- ¿Me has mandado llamar? – inquirió con voz cansada.
- Así es, Gawain – asintió Boudica, observándole con detenimiento – siento mucho lo que te ha pasado este noche – comentó.
Gawain suspiró y sus facciones se endurecieron. Pocas horas antes, los invasores se habían llevado como esclavo a su hijo de catorce años…y tal vez nunca volviera a verlo. De ahí los moratones que desfiguraban su rostro, pues había intentado evitarlo arremetiendo contra los legionarios, pero estos habían reaccionado con un salvajismo rayano en la crueldad. Suerte que no le hubiesen atravesado con las gladius, como había pasado con otros tantos desgraciados.
- Créeme que no te pediría este favor si hubiera otra solución, pero eres el mejor guerrero de todos los icenos y el hombre en el que más confío.
Gawain guardó silencio, agotado.
- Quiero que cojas el caballo más rápido que encuentres y galopes hasta las tierras de los trinovantes. Infórmales de lo que ha sucedido aquí y convócales a una reunión que se celebrará tan pronto como lleguen a tierra icena. De camino de vuelta, alerta a todas las tribus que encuentres de nuestra situación e invítales a acudir también a nuestro encuentro – Boudica hizo una pausa de unos segundos y luego añadió en un susurro – los romanos lamentarán habernos humillado de esta manera.
Gawain asintió.
- Estaré aquí lo más pronto posible.
El guerrero se volvió, dejando sola a su reina, cuyo rostro maltrecho empezó a iluminarse con el fantasma de una sonrisa carente de toda razón.

No pasó una semana antes de que Gawain regresara con las buenas nuevas: los líderes de los trinovantes, así como los de otras tribus que había localizado, se desplazarían en poco tiempo al encuentro de la reina icena. Ellos también habían sufrido bajo el yugo de los romanos, incluso habían llegado a perder su tierra, Trinovantia, por su avaricia y crueldad, y ardían en deseos de hacérselo pagar. De hecho, Asrico, el rey de los trinovantes, en cuanto hubo oído las palabras de Gawain, ordenó a su tribu que se abasteciera de todo lo necesario para emprender el viaje hasta el territorio iceno y que se llevara consigo todas las armas que pudiera. Este acto ya señalaba una buena predisposición a la lucha y Boudica se entusiasmó al conocer la noticia.
Sin embargo, los icenos ya estaban dispuestos para la guerra, aún en el hipotético caso de que los trinovantes y otras tribus se negaran a participar en su decisión. Boudica ya había ordenado la movilización de todo el pueblo, y tanto hombres como mujeres se preparaban para la ofensiva: las largas y pesadas espadas celtas empezaron a afilarse, los cascos comenzaron a adornar la cabeza de muchos, y las pinturas azules de glasto sustituyeron a las expresiones de desolación en los semblantes de los icenos. Las mujeres dejaron sus labores cotidianas para centrarse en el manejo de la maza o la espada, pues en la sociedad celta las mujeres eran famosas por su arrojo y ferocidad en la guerra; los niños mayores de diez años, así como los ancianos, cubrieron sus cuerpos con glasto, aquella pintura azulada que les hacía parecer más fieros y salvajes, y que además tenía cualidades antisépticas contra las heridas acaecidas durante el combate.
La sed de venganza se extendió por la tribu como un veneno, llegando a tocar a las hijas de Boudica, que tras permanecer unos días encerradas en su casa, temerosas del mundo exterior, se armaron de valor y salieron a la luz del sol con su atuendo de guerra ya puesto y las mejillas y las frentes teñidas de azul. En cuanto a Boudica, ella tampoco tardó en sacar a relucir su larga y afilada espada, cuya empuñadura labrada en ámbar no dejaba de asir en ningún momento.
El panorama que recibió a los trinovantes y a las otras tribus fue el de un pueblo listo para ir a la guerra, un pueblo que clamaba venganza y que ardía en deseos de derramar la sangre de los invasores.

- ¿Habrá algún trato suficientemente vergonzoso o doloroso que no hayamos sufrido desde que los romanos llegaron a Britania? – la pregunta de Boudica se perdió en la brisa gélida que recorría las suaves praderas verdes, en las que múltiples tribus britanas rodeaban a la reina icena, expectantes por las palabras que pronunciara a continuación, las que serían decisivas para convencer a los más escépticos o recelosos - ¿No es cierto que se han apoderado de casi todo lo que teníamos, y que luego nos han obligado a pagar impuestos por lo poco que nos quedaba? ¿Acaso no pagamos impuestos hasta por nuestros propios cuerpos, y además debemos poner estos mismos cuerpos al servicio de los romanos para arar y cuidar de sus campos? – un murmullo de asentimiento se extendió por la multitud - Nos engañaron con promesas de falsa amistad, nos embaucaron con engañosas alianzas que sólo sirvieron para esclavizarnos e invadirnos ¡y nos sometieron y humillaron hasta el límite de la crueldad! ¿Vamos a seguir dejando que nos dobleguen a su voluntad? ¿Qué se sigan llevando a nuestros hijos como esclavos y violen a nuestras hijas cada vez que pasen por nuestras tierras?
Gritos indignados se elevaron entre las tribus y Boudica alzó la voz para que sus palabras cobraran intensidad:
- ¿Quiénes son ellos para someter a Britania? ¿Con qué derecho nos hacen pagar impuestos, se aprovechan de nuestros cuerpos y nos humillan y hieren hasta la muerte? – Boudica paseó la mirada por la multitud - yo digo que no me someteré más ¡y exijo que a partir de ahora sean los romanos los que se dobleguen ante nosotros! – los britanos aullaron, enardecidos - ¡ que sean ellos los que sufran a nuestras manos! ¡Qué sea su sangre la que cubra la tierra de Alvión, y no la de nuestros hijos!
Soliviantados, los britanos apoyaron sus palabras con salvajes gritos e hicieron chocar sus armas contra sus rudimentarias armaduras, locos de rabia y excitación. Boudica alzó las manos al cielo.
- ¡Y gracias a Andraste, la diosa de la victoria, nuestra será la venganza que tanto ansiamos!
Los britanos guardaron silencio ante el grito de Boudica, quien cerró los ojos mientras sus labios musitaban palabras tan quebradas y débiles que nadie las oyó salvo ella misma y el viento que envolvía el lugar, que las arrastró lejos de allí, tal vez hacia el olvido, puede que hacia el lugar donde moran los dioses. Y de repente, como escuchando la plegaria silenciosa de Boudica y ante la asombrada mirada de las tribus insurrectas, de la túnica multicolor que envolvía a la reina icena, saltó una liebre, animal sagrado para los britanos. La criatura, de orejas largas y pelaje canela, saltó grácilmente hacia el cobijo del bosque, en dirección oeste, justo en la que se encontraba el campamento romano más cercano.
- La señal es clara – dijo Boudica, alzando la voz, con la vista perdida en el lugar por donde había desparecido la liebre - ¡Andraste nos asegura la victoria ante los romanos! ¡Alabados sean los dioses, que prometen resarcir nuestras ansias de venganza!
Los gritos en los que prorrumpieron los britanos fueron ensordecedores, atronadores, como si un trueno resquebrajara la tierra en aquel mismo segundo.