Segunda parte
El precio de la libertad
Un frío glacial recorría la explanada en la que se erguía la ciudad de Camulodunum, antigua capital de Trinovantia conquistada por los romanos, que se encontraba amparada en la oscuridad de la noche. Una gruesa capa de nubes negras cubría el cielo nocturno, y solo las antorchas que coronaban la empalizada salpicaban de luz el paisaje preñado de sombras, en las que miles de ojos sedientos de sangre se refugiaban a la espera del momento adecuado para atacar.
Sobre la empalizada que rodeaba la ciudad solo había unos pocos guardias vigilando la pradera, medio helados de frío. Entre ellos se encontraba Elio, un joven romano llegado a esas tierras hacía pocas semanas. Se encontraba de pie en la empalizada, escrutando la oscuridad, helado hasta el tétano de los huesos y maldiciendo entre dientes a sus superiores, amargado por la perspectiva de pasar allí toda la noche a merced del frío… y quien sabe si de la lluvia también. Estaba muerto de sueño, y el frío no hacía más que acrecentar esa sensación. Sus manos, rígidas y casi insensibles a causa del aire glacial, se aferraban con resignación a la lanza que portaban.
El joven dio un violento cabezazo, adormilado, pero se volvió a erguir inmediatamente, malhumorado ¡Qué no daría él por volver a las cálidas tierras de Hispania, de donde procedía! Odiaba Britania: aborrecía las lluvias que plagaban esos territorios medio abandonados y el frío que siempre parecía gobernarlos, y no aguantaba a aquellos salvajes britanos que poblaban las tierras conquistadas, con sus rostros duros y toscos y sus cabellos enmarañados y sucios. Elio ansiaba poder abandonar pronto Britania, ser destinado a un lugar más cálido y civilizado, si no Hispania, tal vez Grecia o Egipto, cualquier sitio más caluroso que aquellas húmedas tierras del norte.
El romano se cubrió más con la capa, congelado, y se concentró en mantener los ojos bien abiertos, resignado a pasar esa noche solo, helado y somnoliento.
No habían pasado más de dos minutos después de aquellos pensamientos, cuando sus ojos irritados por el sueño captaron un movimiento en la oscuridad. Elio se concentró en las sombras, alertado, pero aquello no volvió a repetirse. Considerando la posibilidad de que el sueño le estuviera jugando una mala pasada, el joven suspiró y volvió a concentrarse en la dura lucha de no quedarse dormido de pie.
A causa de su atontamiento, Elio no se percató de los silenciosos movimientos que realizaban tras ellos algunos de los habitantes de la ciudad, quienes se dedicaron a debilitar los puntos defensivos de Camulodunum ante la llegada del ejército rebelde, aquel que los liberaría de los romanos, los invasores que los maltrataban y humillaban. Así pues, los vecinos de la ciudad facilitaron la entrada de los britanos, y no solo saboteando las defensas romanas.
Elio no había podido vencer en su lucha contra el sueño, y ya tenía los ojos entornados y la mente adormilada, a punto de rendirse al cansancio. Por ello, no se dio cuenta de los suaves pasos que se deslizaban hacia su posición, silenciosos y calculados. El joven, ajeno al peligro, bostezó mientras un estremecimiento de frío sacudía su cuerpo y una maldición salía de sus labios.
Fue entonces cuando una mano le tapó la boca y un puñal centelleó ante sus ojos, iluminado el filo por la luz anaranjada de las antorchas. De un rápido y silencioso tajo, le seccionaron el cuello, y luego le dejaron caer al suelo como un fardo inútil y sin valor. Ahogándose en su propia sangre, Elio aún llegó a oír los salvajes gritos que prorrumpió de repente el enemigo al entrar en Camulodunum.
Luego todo se sumió en un eterno silencio.
Habían vencido. Camulodunum era suya.
Boudica y sus hombres celebraron la victoria con agudos alaridos de triunfo cuando el último legionario romano cayó a los pies de la reina icena, con el corazón atravesado por su afilada espada. Doscientas mil gargantas profirieron una salva de gritos que retumbaron en las calles desiertas de la ciudad conquistada, alabando a Boudica y a la diosa Andraste, que había cumplido su promesa de otorgarles el triunfo ante los romanos.
Había sido fácil conquistar la ciudad. Gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Camulodunum habían entrado sin grandes problemas. La pobre oposición de las huestes de Roma, afincadas en la antigua capital de Trinovantia, no había sido difícil de repeler dada la gran ventaja numérica de los insurrectos, y su ferocidad y rabia en la lucha. La disciplina y la organización romanas no habían servido de mucho en el momento en el que el alud britano se echó sobre Camulodunum con la furia de un huracán, arrasando todo a su paso. Las bajas de Roma en el combate se contaban por cientos, mientras que las de Boudica eran mínimas.
Sin embargo, a pesar de la fuerza con la que las huestes de Boudica arrasaron la ciudad, unos cuantos romanos, la mayoría soldados, lograron encerrarse en el templo dedicado a Claudio que se erguía en el centro de la urbe. Dos días aguantaron los legionarios la embestida de los insurgentes, pero finalmente cayeron bajo las espadas y las mazas celtas sin que hubiera ningún superviviente de la matanza.
Con motivo de la victoria, los britanos se prestaron al saqueo de la ciudad con primitiva alegría. Los objetos de más valor fueron puestos a los pies de Boudica y de los otros líderes tribales, mientras que todos los habitantes de Camulodunum – excepto aquellos que habían participado en el saboteo de las defensas – fueron pasados a cuchillo sin hacer distinciones entre hombres, mujeres o niños. La mayoría de los vecinos de la ciudad eran de origen britano y por ello fueron afortunados y murieron de un certero y rápido tajo en el cuello, pero los que eran oriundos de Roma tuvieron una muerte lenta y agónica: todos los que no murieron en el combate fueron asesinados por los rebeldes mediante suplicios tan atroces como la horca o el empalamiento. Boudica no quería prisioneros, y lo demostró castigando a los ciudadanos romanos con violentas y letales torturas. Incluso los animales fueron sacrificados para que no pudieran servir ya para nada.
Camulodunum se convirtió de la noche a la mañana en una ciudad abandonada, vacía y muerta, cubierta de la sangre derramada por aquellos que clamaban a gritos su venganza, que, poco a poco, parecían ver cumplida en el horizonte.
Unos días después de la matanza de Camulodunum, las tropas britanas abandonaron aquella ciudad desierta de vida para seguir su camino hacia el sur, en dirección a Londinium…
****************************
Arrasaron todo a su paso. Aldeas, campos, casas patricias…todo fue devorado por las huestes de Boudica, que avanzaban inexorablemente hacia la capital romana en Britania, Londinium. Y todo el que tuvo la mala suerte de encontrarse en su camino fue borrado del mapa sin perdón posible, fuese romano o britano, pues ya daba igual. Y eso incluyó también a la Legión IX, la hispana, que había acudido en ayuda de Camulodunum aún a pesar de ser ya demasiado tarde. Los legionarios, a pesar de ser avezados guerreros curtidos en cientos de batallas, no pudieron hacer nada contra la horda britana que cayó sobre ellos por sorpresa, acometiéndoles sin piedad. Dos mil quinientos soldados fueron exterminados bajo la salvaje habilidad de los guerreros de Boudica, cuya seguridad en sí mismos fue aumentado a medida que las brutales victorias se sucedían.
Boudica se sentía satisfecha. Tanto derramamiento de sangre colmaba las ansias de venganza que sentía desde que la azotaran y violaran a sus hijas. En el combate, llevada por una primitiva y excitante sensación de alegría, ella era la primera en desenvainar la espada y la última en guardarla, bailando durante ese tiempo entre sus enemigos, con su acero dibujando feroces aunque arcaicas fintas a su alrededor.
Pronto, los romanos no tendrían más opción que abandonar Britania o ser pasados a cuchillo por los icenos. La estela de muertos que cubría los caminos por los que pasaba la horda britana no hacía presagiar otra posibilidad que rendirse… o morir. O al menos eso pensaba Boudica, cuyo corazón comenzó a abrigar la esperanza de reconquistar Britania, de ser libres de nuevo…de no padecer ya más miedo y dolor.
La libertad, esa necesidad que durante tanto tiempo les había sido negada, estaba ahora al alcance de la mano…
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La débil y amarillenta luz del sol se asomó tímidamente al mundo después de una larga noche de frío y oscuridad. Los tenues haces dorados tiñeron las nubes que encapotaban el cielo de un suave matiz áureo, así como los campos verdes y los bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Londinium. El cielo que se distinguía en el horizonte se tornó de suaves tonos anaranjados, rosáceos y añiles, que destacaban bajo las nubes grises que cubrían la bóveda celeste de Britania. El bello espectáculo de colores se difuminó lentamente cuando el sol se elevó lo suficiente para ser tapado por los nubarrones, tornándose el paisaje de un mustio color gris, triste y frío.
Al mismo tiempo que el sol se escondía, el ejército de Boudica apareció en el horizonte, feroz y temible. Inexorablemente, los britanos cubrieron la distancia que los separaba de su destino alzando al cielo salvajes gritos que reflejaban toda su furia y su emoción ante la inminente batalla. Los pocos rayos de sol que se dejaban ver de vez en cuando entre las nubes arrancaban destellos acerados de las armas de los rebeldes e iluminaban sus feroces rostros pintados de azul. En su carro de combate, Boudica encabezaba a su hueste con la espada en alto, sin amedrentarse por la legión de soldados que empezó a rodear Londinium en un desesperado intento de protegerla de la furia de aquellos salvajes britanos que tanto daño habían causado hasta el momento. Boudica alzó un fiero alarido, y doscientas mil gargantas lo corearon, haciendo temblar Londinium. Los soldados romanos no se movieron de sus posiciones, pero todos creyeron ver en aquella mujer de larga melena bermeja a la muerte en persona, de pie en su carro de combate, con su espada ávida de sangre alzada ante ella y su piel pálida cubierta por aquella extraña pintura azulada.
Y cuando el ejército britano rompió a correr hacia la ciudad, sin ningún tipo de organización ni disciplina, y sin seguir ninguna estrategia, los legionarios no pudieron hacer más que esperar el encuentro, contemplando horrorizados como aquella multitudinaria hueste se echaba sobre ellos. Los soldados romanos, protegidos tras sus escudos, colocaron las lanzas en posición horizontal antes de que los britanos los alcanzasen.
Y el choque fue brutal. Los britanos que iban en primera fila cayeron atravesados por las lanzas romanas, pero el resto del ejército arrolló a los legionarios debido a la fuerza de la embestida, proporcionada por su superioridad numérica. Los romanos fueron aniquilados sin grandes problemas, lo que dejó a Londinium prácticamente desprotegida en garras de los britanos, que no tardaron en entrar a sangre y fuego en la ciudad.
A poca distancia del lugar donde se estaba cometiendo la masacre, el gobernador romano Cayo Suetonio Paulino contemplaba como densas columnas de humo se elevaban de Londinium, mezclándose con las nubes grises que oscurecían el cielo. A sus espaldas, cientos de hombres miraban con el rostro impertérrito lo mismo que él mientras la suave brisa matinal les traía los gritos y los lamentos provenientes de Londinium, que en esos momentos estaba siendo arrasada por los insurrectos britanos. El humo formó una cúpula negra sobre la ciudad y, lentamente, fue desplazándose hacia los romanos, llevándoles el penetrante olor a ceniza y el dulzón efluvio de la muerte.
El gobernador entornó los ojos un momento al recordar su llegada a Londinium. Él y sus hombres se habían dado toda la prisa que habían podido por llegar ante la orden que había recibido del procurador Cato Deciano, residente en Londinium, que exigía su ayuda y protección ante la inminente llegada de la tropa bárbara. Y lograron alcanzar la ciudad, pero cuando ya era demasiado tarde: el procurador Deciano había abandonado la ciudad el día anterior y había cogido un barco hacia la Galia, convencido de que no había nada que hacer contra el ejército britano y dejando a los habitantes de Londinium abandonados a su suerte. Suetonio Paulino se percató nada más llegar que la ciudad era una presa fácil para los britanos: no tenía ningún tipo de fortificación y apenas estaba preparada para la defensa militar. Por ello el gobernador optó por hacer lo mismo que Cato Deciano: abandonó la ciudad ante la imposibilidad de defenderla, a pesar de las reclamaciones de sus habitantes, que en ese preciso momento morían a cientos bajo las espadas de los rebeldes.
Ahora, Suetonio y sus hombres observaban las llamas que comenzaban a vislumbrarse entre el humo negro y que no tardaría en consumir Londinium bajo su ardiente manto. Los britanos comenzaron a salir de la ciudad en llamas, llevando consigo objetos de valor y prisioneros: hombres, mujeres y niños que empezaron a agrupar en la ladera de una colina, tratándoles con brutalidad y matando a todo aquel que se rebelaba ante las palizas. Suetonio sabía que el resto no sobreviviría a aquella noche, y si alguno lo hacía, solo sería para aumentar y alargar su sufrimiento.
El gobernador sacudió la cabeza, hizo volver grupas a su caballo y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de nuevo. Ahora su misión era adelantarse a los britanos en su siguiente objetivo.
Por Londinium ya nada se podía hacer, pues antes de que el sol se escondiera en el horizonte no sería más que un montón de cenizas humeantes teñidas de sangre.
El precio de la libertad
Un frío glacial recorría la explanada en la que se erguía la ciudad de Camulodunum, antigua capital de Trinovantia conquistada por los romanos, que se encontraba amparada en la oscuridad de la noche. Una gruesa capa de nubes negras cubría el cielo nocturno, y solo las antorchas que coronaban la empalizada salpicaban de luz el paisaje preñado de sombras, en las que miles de ojos sedientos de sangre se refugiaban a la espera del momento adecuado para atacar.
Sobre la empalizada que rodeaba la ciudad solo había unos pocos guardias vigilando la pradera, medio helados de frío. Entre ellos se encontraba Elio, un joven romano llegado a esas tierras hacía pocas semanas. Se encontraba de pie en la empalizada, escrutando la oscuridad, helado hasta el tétano de los huesos y maldiciendo entre dientes a sus superiores, amargado por la perspectiva de pasar allí toda la noche a merced del frío… y quien sabe si de la lluvia también. Estaba muerto de sueño, y el frío no hacía más que acrecentar esa sensación. Sus manos, rígidas y casi insensibles a causa del aire glacial, se aferraban con resignación a la lanza que portaban.
El joven dio un violento cabezazo, adormilado, pero se volvió a erguir inmediatamente, malhumorado ¡Qué no daría él por volver a las cálidas tierras de Hispania, de donde procedía! Odiaba Britania: aborrecía las lluvias que plagaban esos territorios medio abandonados y el frío que siempre parecía gobernarlos, y no aguantaba a aquellos salvajes britanos que poblaban las tierras conquistadas, con sus rostros duros y toscos y sus cabellos enmarañados y sucios. Elio ansiaba poder abandonar pronto Britania, ser destinado a un lugar más cálido y civilizado, si no Hispania, tal vez Grecia o Egipto, cualquier sitio más caluroso que aquellas húmedas tierras del norte.
El romano se cubrió más con la capa, congelado, y se concentró en mantener los ojos bien abiertos, resignado a pasar esa noche solo, helado y somnoliento.
No habían pasado más de dos minutos después de aquellos pensamientos, cuando sus ojos irritados por el sueño captaron un movimiento en la oscuridad. Elio se concentró en las sombras, alertado, pero aquello no volvió a repetirse. Considerando la posibilidad de que el sueño le estuviera jugando una mala pasada, el joven suspiró y volvió a concentrarse en la dura lucha de no quedarse dormido de pie.
A causa de su atontamiento, Elio no se percató de los silenciosos movimientos que realizaban tras ellos algunos de los habitantes de la ciudad, quienes se dedicaron a debilitar los puntos defensivos de Camulodunum ante la llegada del ejército rebelde, aquel que los liberaría de los romanos, los invasores que los maltrataban y humillaban. Así pues, los vecinos de la ciudad facilitaron la entrada de los britanos, y no solo saboteando las defensas romanas.
Elio no había podido vencer en su lucha contra el sueño, y ya tenía los ojos entornados y la mente adormilada, a punto de rendirse al cansancio. Por ello, no se dio cuenta de los suaves pasos que se deslizaban hacia su posición, silenciosos y calculados. El joven, ajeno al peligro, bostezó mientras un estremecimiento de frío sacudía su cuerpo y una maldición salía de sus labios.
Fue entonces cuando una mano le tapó la boca y un puñal centelleó ante sus ojos, iluminado el filo por la luz anaranjada de las antorchas. De un rápido y silencioso tajo, le seccionaron el cuello, y luego le dejaron caer al suelo como un fardo inútil y sin valor. Ahogándose en su propia sangre, Elio aún llegó a oír los salvajes gritos que prorrumpió de repente el enemigo al entrar en Camulodunum.
Luego todo se sumió en un eterno silencio.
Habían vencido. Camulodunum era suya.
Boudica y sus hombres celebraron la victoria con agudos alaridos de triunfo cuando el último legionario romano cayó a los pies de la reina icena, con el corazón atravesado por su afilada espada. Doscientas mil gargantas profirieron una salva de gritos que retumbaron en las calles desiertas de la ciudad conquistada, alabando a Boudica y a la diosa Andraste, que había cumplido su promesa de otorgarles el triunfo ante los romanos.
Había sido fácil conquistar la ciudad. Gracias a la ayuda de algunos de los habitantes de Camulodunum habían entrado sin grandes problemas. La pobre oposición de las huestes de Roma, afincadas en la antigua capital de Trinovantia, no había sido difícil de repeler dada la gran ventaja numérica de los insurrectos, y su ferocidad y rabia en la lucha. La disciplina y la organización romanas no habían servido de mucho en el momento en el que el alud britano se echó sobre Camulodunum con la furia de un huracán, arrasando todo a su paso. Las bajas de Roma en el combate se contaban por cientos, mientras que las de Boudica eran mínimas.
Sin embargo, a pesar de la fuerza con la que las huestes de Boudica arrasaron la ciudad, unos cuantos romanos, la mayoría soldados, lograron encerrarse en el templo dedicado a Claudio que se erguía en el centro de la urbe. Dos días aguantaron los legionarios la embestida de los insurgentes, pero finalmente cayeron bajo las espadas y las mazas celtas sin que hubiera ningún superviviente de la matanza.
Con motivo de la victoria, los britanos se prestaron al saqueo de la ciudad con primitiva alegría. Los objetos de más valor fueron puestos a los pies de Boudica y de los otros líderes tribales, mientras que todos los habitantes de Camulodunum – excepto aquellos que habían participado en el saboteo de las defensas – fueron pasados a cuchillo sin hacer distinciones entre hombres, mujeres o niños. La mayoría de los vecinos de la ciudad eran de origen britano y por ello fueron afortunados y murieron de un certero y rápido tajo en el cuello, pero los que eran oriundos de Roma tuvieron una muerte lenta y agónica: todos los que no murieron en el combate fueron asesinados por los rebeldes mediante suplicios tan atroces como la horca o el empalamiento. Boudica no quería prisioneros, y lo demostró castigando a los ciudadanos romanos con violentas y letales torturas. Incluso los animales fueron sacrificados para que no pudieran servir ya para nada.
Camulodunum se convirtió de la noche a la mañana en una ciudad abandonada, vacía y muerta, cubierta de la sangre derramada por aquellos que clamaban a gritos su venganza, que, poco a poco, parecían ver cumplida en el horizonte.
Unos días después de la matanza de Camulodunum, las tropas britanas abandonaron aquella ciudad desierta de vida para seguir su camino hacia el sur, en dirección a Londinium…
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Arrasaron todo a su paso. Aldeas, campos, casas patricias…todo fue devorado por las huestes de Boudica, que avanzaban inexorablemente hacia la capital romana en Britania, Londinium. Y todo el que tuvo la mala suerte de encontrarse en su camino fue borrado del mapa sin perdón posible, fuese romano o britano, pues ya daba igual. Y eso incluyó también a la Legión IX, la hispana, que había acudido en ayuda de Camulodunum aún a pesar de ser ya demasiado tarde. Los legionarios, a pesar de ser avezados guerreros curtidos en cientos de batallas, no pudieron hacer nada contra la horda britana que cayó sobre ellos por sorpresa, acometiéndoles sin piedad. Dos mil quinientos soldados fueron exterminados bajo la salvaje habilidad de los guerreros de Boudica, cuya seguridad en sí mismos fue aumentado a medida que las brutales victorias se sucedían.
Boudica se sentía satisfecha. Tanto derramamiento de sangre colmaba las ansias de venganza que sentía desde que la azotaran y violaran a sus hijas. En el combate, llevada por una primitiva y excitante sensación de alegría, ella era la primera en desenvainar la espada y la última en guardarla, bailando durante ese tiempo entre sus enemigos, con su acero dibujando feroces aunque arcaicas fintas a su alrededor.
Pronto, los romanos no tendrían más opción que abandonar Britania o ser pasados a cuchillo por los icenos. La estela de muertos que cubría los caminos por los que pasaba la horda britana no hacía presagiar otra posibilidad que rendirse… o morir. O al menos eso pensaba Boudica, cuyo corazón comenzó a abrigar la esperanza de reconquistar Britania, de ser libres de nuevo…de no padecer ya más miedo y dolor.
La libertad, esa necesidad que durante tanto tiempo les había sido negada, estaba ahora al alcance de la mano…
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La débil y amarillenta luz del sol se asomó tímidamente al mundo después de una larga noche de frío y oscuridad. Los tenues haces dorados tiñeron las nubes que encapotaban el cielo de un suave matiz áureo, así como los campos verdes y los bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Londinium. El cielo que se distinguía en el horizonte se tornó de suaves tonos anaranjados, rosáceos y añiles, que destacaban bajo las nubes grises que cubrían la bóveda celeste de Britania. El bello espectáculo de colores se difuminó lentamente cuando el sol se elevó lo suficiente para ser tapado por los nubarrones, tornándose el paisaje de un mustio color gris, triste y frío.
Al mismo tiempo que el sol se escondía, el ejército de Boudica apareció en el horizonte, feroz y temible. Inexorablemente, los britanos cubrieron la distancia que los separaba de su destino alzando al cielo salvajes gritos que reflejaban toda su furia y su emoción ante la inminente batalla. Los pocos rayos de sol que se dejaban ver de vez en cuando entre las nubes arrancaban destellos acerados de las armas de los rebeldes e iluminaban sus feroces rostros pintados de azul. En su carro de combate, Boudica encabezaba a su hueste con la espada en alto, sin amedrentarse por la legión de soldados que empezó a rodear Londinium en un desesperado intento de protegerla de la furia de aquellos salvajes britanos que tanto daño habían causado hasta el momento. Boudica alzó un fiero alarido, y doscientas mil gargantas lo corearon, haciendo temblar Londinium. Los soldados romanos no se movieron de sus posiciones, pero todos creyeron ver en aquella mujer de larga melena bermeja a la muerte en persona, de pie en su carro de combate, con su espada ávida de sangre alzada ante ella y su piel pálida cubierta por aquella extraña pintura azulada.
Y cuando el ejército britano rompió a correr hacia la ciudad, sin ningún tipo de organización ni disciplina, y sin seguir ninguna estrategia, los legionarios no pudieron hacer más que esperar el encuentro, contemplando horrorizados como aquella multitudinaria hueste se echaba sobre ellos. Los soldados romanos, protegidos tras sus escudos, colocaron las lanzas en posición horizontal antes de que los britanos los alcanzasen.
Y el choque fue brutal. Los britanos que iban en primera fila cayeron atravesados por las lanzas romanas, pero el resto del ejército arrolló a los legionarios debido a la fuerza de la embestida, proporcionada por su superioridad numérica. Los romanos fueron aniquilados sin grandes problemas, lo que dejó a Londinium prácticamente desprotegida en garras de los britanos, que no tardaron en entrar a sangre y fuego en la ciudad.
A poca distancia del lugar donde se estaba cometiendo la masacre, el gobernador romano Cayo Suetonio Paulino contemplaba como densas columnas de humo se elevaban de Londinium, mezclándose con las nubes grises que oscurecían el cielo. A sus espaldas, cientos de hombres miraban con el rostro impertérrito lo mismo que él mientras la suave brisa matinal les traía los gritos y los lamentos provenientes de Londinium, que en esos momentos estaba siendo arrasada por los insurrectos britanos. El humo formó una cúpula negra sobre la ciudad y, lentamente, fue desplazándose hacia los romanos, llevándoles el penetrante olor a ceniza y el dulzón efluvio de la muerte.
El gobernador entornó los ojos un momento al recordar su llegada a Londinium. Él y sus hombres se habían dado toda la prisa que habían podido por llegar ante la orden que había recibido del procurador Cato Deciano, residente en Londinium, que exigía su ayuda y protección ante la inminente llegada de la tropa bárbara. Y lograron alcanzar la ciudad, pero cuando ya era demasiado tarde: el procurador Deciano había abandonado la ciudad el día anterior y había cogido un barco hacia la Galia, convencido de que no había nada que hacer contra el ejército britano y dejando a los habitantes de Londinium abandonados a su suerte. Suetonio Paulino se percató nada más llegar que la ciudad era una presa fácil para los britanos: no tenía ningún tipo de fortificación y apenas estaba preparada para la defensa militar. Por ello el gobernador optó por hacer lo mismo que Cato Deciano: abandonó la ciudad ante la imposibilidad de defenderla, a pesar de las reclamaciones de sus habitantes, que en ese preciso momento morían a cientos bajo las espadas de los rebeldes.
Ahora, Suetonio y sus hombres observaban las llamas que comenzaban a vislumbrarse entre el humo negro y que no tardaría en consumir Londinium bajo su ardiente manto. Los britanos comenzaron a salir de la ciudad en llamas, llevando consigo objetos de valor y prisioneros: hombres, mujeres y niños que empezaron a agrupar en la ladera de una colina, tratándoles con brutalidad y matando a todo aquel que se rebelaba ante las palizas. Suetonio sabía que el resto no sobreviviría a aquella noche, y si alguno lo hacía, solo sería para aumentar y alargar su sufrimiento.
El gobernador sacudió la cabeza, hizo volver grupas a su caballo y ordenó a sus hombres que se pusieran en marcha de nuevo. Ahora su misión era adelantarse a los britanos en su siguiente objetivo.
Por Londinium ya nada se podía hacer, pues antes de que el sol se escondiera en el horizonte no sería más que un montón de cenizas humeantes teñidas de sangre.